“Maradona es mufa”, “Del Potro es un pecho frío”, “Messi es catalán”, “Reutemann es un perdedor”, “Verón es un inglés”, “Sabatini es amarga”, “Tevez es un villero”, “Nalbandian es un gordo”, “Ortega es un borracho”.
Si alguien no se atreve a confesar que alguna vez dijo alguna de estas barbaridades, seguro puede confirmar que más de una vez las escuchó. El gen argentino, lamentablemente, parece fabricado para boicotear lo bueno.
Un pueblo que no se anima a plantarle cara a ninguno de los políticos que viven para jodernos la existencia es capaz de destruir a un tipo que se rompe el lomo laburando (sí, los entrenamientos de un deportista de elite son un flor de laburo, aunque no sea comparable con “levantar bolsas en el puerto”). Está todo bien con que los políticos se den la gran vida a costa del dinero, el esfuerzo y el tiempo del pueblo, pero está todo mal con los deportistas que compiten contra los mejores del planeta y un día les toca perder.
Acaba de terminar el partido de Del Potro y da igual lo que pueda pasar con Delbonis. Es mejor ganar la Copa Davis que no ganarla. Obvio. Hubiera sido mejor que Del Potro le ganara a Murray la final de los Juegos Olímpicos también. Obvio. Pero en una competencia se gana y se pierde. Y cuando no se puede ganar, la forma de perder también puede ser una satisfacción.
O podría serlo. O debería serlo. Pero no lo es. Porque en Argentina somos todos ganadores. Porque todos somos los mejores en lo que hacemos. Porque todos tomamos siempre las mejores decisiones. Porque jamás en la vida sentimos un miedito en el estómago que nos hace arrugar ante determinada situación. No. Somos todos perfectos. Y como somos todos perfectos nos damos el lujo de despreciar a deportistas (o a músicos, o a pintores, o a científicos, o a cineastas, etcétera) que nos dan mucho placer y nos ayudan a que la vida sea un poco más agradable.
Un día, un minuto o un segundo el Señor o la Señora que maneja el mundo (bastante mal, por cierto) debería ponernos en esos lugares; en una cancha de fútbol, en un court de tenis, en una pista, en una pileta o hasta en un banco de suplentes a dirigir a un equipo. Ese día, ese minuto o ese segundo tal vez nos permita darnos cuenta de que somos unos charlatanes, de que somos expertos en criticar al que se banca competir con millones de ojos presionando y millones de bocas listas para soltar cualquier disparate. Un día, sólo un día, estaría genial que se invirtieran los papeles. Para que los artistas se divirtieran viendo como los charlatanes se hacen pis encima.