El del lunes no fue el primer partido que vi en mi vida, es decir, en los 34 años de existencia que tengo vi varios partidos de fútbol. Pero sí fue mi primero en Wembley. Era la final del reducido de la League Two, Cuarta División, entre AFC Wimbledon y Plymouth Argyle. Era el último partido profesional de la temporada de fútbol inglés. Y era mi oportunidad de conocer ese mítico estadio.
Sin tickets, ya no se vendían online, me enterré en la ciudad para que un subte me llevara. La ilusión estaba en poder comprar entradas ahí mismo. Se enfrentaban dos equipos menores que durante la temporada llevaron entre 5 y 10 mil hinchas por partido. Wembley tiene capacidad para más de 80 mil. El temor era que la burocracia me dejara afuera, que no se venderían el día del juego. El consuelo, me decía, era estar ahí, al menos, ver el ambiente y sacar unas fotos.
A la media hora salí de un vagón junto a unos pocos hinchas de verde y blanco, los de Plymouth, y otros de azul y amarillo, los de AFC Wimbledon. Una caminata más tarde ya estaba a metros de la meca futbolera. Le pregunté a un tipo de seguridad, a dos cuadras del estadio, y me confirmó mis temores: “Solo se vendían por la web”. Descreí, o creí lo que quería creer, y seguí. Paré con unos hinchas de Plymouth, una calle más adelante, y les consulté. “Estás cagado, está todo vendido”, me dijeron. Ahora me parecía una injusticia quedarme afuera. Último intento, una pechera amarilla decía: “Estoy aquí para ayudarlo”. Era cierto. La chica negra que la llevaba escuchó mi desencanto y me devolvió la fe en el mundo.
Seguí sus instrucciones y compré mi entrada. Unas 13 libras (260 pesos), la más barata. Primero tuve que elegir equipo. Los hinchas de Plymouth que me desconsolaron merecían mi desprecio pero elegí AFC Wimbledon por amor y no por odio. Conozco su historia como pionero entre los clubes británicos manejados por sus hinchas y, además, hace poco escribí algo divertido sobre ellos.
Una escalera mecánica me llevó al primer piso. Otra hasta el segundo. Subí a pie al tercero. Debajo de esa bandeja un reducido de grupos de hinchas, amplia mayoría de hombres, comía y bebía en el único puesto habilitado de la media docena que tiene ese sector. Mientras, los equipos salían a la cancha. En tres sorbos tragué la cerveza danesa, no se puede ingresar a la tribuna con bebidas, para conocer, por fin, a Wembley.
La primera imagen es la que cuenta. Una multitud inconcebible para un partido de Primera C o Federal A, el equivalente en Argentina, ocupaba por completo los dos primeros anillos del estadio. En el tercero, la mitad de Plymouth estaba casi llena. La parte de Wimbledon, mi lugar, estaba casi vacía. Al rato, el número apareció en la pantalla: 57956 personas. Es difícil imaginarse una definición entre Excursio-Italiano o Aconquija-Libertad de Sunchales, en el Monumental por ejemplo, con esa convocatoria.
Cada entrada asignaba una silla plegable de plástico. Un par de chicos se corrieron para darme el lugar. Delante, un veterano de boina rayada miraba el partido con binoculares y lo escuchaba con auriculares en una radio. Todos estaban sentados salvo, allá lejos, los que iban detrás de los arcos. Cerca mío un gordito se aburría. Se paraba, miraba a un hincha rival, abría los brazos y agitaba los puños con gesto sexual. Se invitaban a pelear y se volvían a sentar. Jamás iban a encontrarse. Era encantador verlos.
De fondo el partido seguía, Plymouth dominaba pero no generaba peligro. El juego era malo. Mucho pelotazo, lateral-centro, desborde y ollazo estéril. Se aplaudían los despejes, los córners. Los cantos aparecían de a ratos. Los repertorios eran escasos. Los de Wimbledon, los que aprendí, cantaban su mántrico “A-F-C/Wim-ble-don”. Todo era descriptivo. Cuando su arquero atajaba la pelota la tribuna rugía “Ruuus”, sonaba a grito de batalla pero apenas es su apellido, Roos. Lo mismo cuando entró el enorme Akinfewa, pero ahora decían su apodo: “Beast”.
La bestia cambió el partido. Transformó a Wimbledon, y a su público, en la última media hora. En el minuto 78 Taylor anticipó a todos en una pelota parada. Era el 1-0. La tribuna gritó un largo “Yes” que se desarmó en un orgásmico “Yeaah”. Mi tímido “Gol” pasó inadvertido. En el descuento Akinfewa puso, de penal, el 2-0 final. Los de Plymouth empezaron a irse. Cuando los jugadores de Wimbledon levantaron la copa la mitad del estadio ya estaba vacío.
A la salida, los hinchas volvieron a mezclarse. Cada uno en la suya. Los wombies, dueños de su destino, festejaban algo más que un ascenso. Wimbledon, que en 2000 estaba en la Premier, consiguió su sexto ascenso en estos 14 años en mano de sus hinchas. Ahora está apenas una categoría por debajo de donde estaba cuando les robaron su identidad. Verlo fue hermoso. Ser parte de algo así debe ser increíble.