Hace unos días escuché una entrevista a Ángel Cappa. Se aproximaba la final de la Champions League y el ex entrenador de Huracán fue consultado sobre Barcelona. “Es un buen equipo”, dijo, como si hablara de Crucero del Norte y no quisiera sonar despectivo. Enseguida dio rienda suelta a su melancolía y habló maravillas del vero Barcelona, el de Pep Guardiola. En opinión de Cappa, los dirigidos por Luis Enrique Martínez García son apenas un remedo, una réplica desvaída de aquellos revolucionarios.

Sabemos que Cappa es propenso a idealizar el pasado (en el mismo reportaje despotricó por la “falta de concepto” de los jugadores de la actualidad), incluso el pasado ilusorio. Se trata de una operación frecuente en la cultura futbolera argentina. Pero no sólo los hombres maduros, presas de la añoranza, desmerecen al reciente ganador de la triple corona. Puristas modernos –algunos de ellos pertenecientes a la redacción de Un Caño– entienden que el Barcelona vigente es incomparable con el acorazado que comandaba Guardiola.

Que no tiene tanta posesión, que es más largo, que así Iniesta no luce, que es más vertical, que recurre al contragolpe… Al margen de si son o no pertinentes, los argumentos no suponen un equipo inferior, sino levemente distinto en su lenguaje. Quizá no haga de la tenencia un imperativo irreductible; quizá sea menos dogmático y escrupuloso con la aplicación teórica. Pero conserva los inagotables recursos con la pelota. Mejor dicho: los ha perfeccionado. Ha logrado un equilibrio alquímico entre talento y músculo, lujo y practicidad.

El primer gol ante Juventus propone un buen ejemplo. Messi no se mueve como el alfil hiperquinético de otras temporadas. Tampoco acude a la combinación en corto. Prefiere el pelotazo exacto. Se ahorra traslado, se ahorran pases. No se resigna eficacia ni arte. Luego, la elaboración es matemática, veloz, excelsa. Y termina con un pase a la red. (Favor a subrayar: Arturo Vidal, muy ducho para hacerse el malo, fue muy blandito al marcar a Iniesta. Lo dejó escapar alegremente, como a un pobre animal en cautiverio).

Todo bien con los goles, dicen los nostálgicos. Y agregan que aquel dream team los hacía de variados colores, lo cual nadie niega. La diferencia radica en el ejercicio de la superioridad, agregan. Los de Pep no te dejaban tocar la pelota. Estos cortaron clavos cuando el Juventus se puso las pilas. Un momento: diez minutos de zozobra –llamémosla así– no empañan un triunfo categórico. No ponen en entredicho que este Barça (como aquel) no tiene rival equivalente en el mundo entero.

Cuando parecía que el ocaso de Barcelona coincidiría con el despegue del Bayern Munich, justamente con Pep en la banca, los catalanes pulverizaron los pronósticos agoreros y recuperaron el cetro. Y, para que no quedaran dudas, aplastaron a los propios alemanes. Esa resurrección postula al equipo de Luis Enrique más épico que su antecesor.

Veamos: Guardiola dirigió al Barcelona entre 2008 y 2012. Se me ocurre que el cenit de ese proceso que refundó el fútbol es el 5-0 en el Camp Nou ante Real Madrid. Una sinfonía sin silencios ni zonas muertas. Hablamos de fines de noviembre de 2010. Pues bien: en el equipo estaban Dani Alves, Piqué, Busquets, Iniesta y Messi. A esa columna hay que agregar a Ter Stegen por Valdés, Mascherano por Pujol, Jordi Alba por Abidal, Rakitic por Xavi, Suárez por Villa y Neymar por Pedro. ¿Alguien puede decir seriamente que la jerarquía del equipo decreció? Salvo en el caso de Xavi, puntal y organizador del ballet de Pep (Rakitic es un excelente sustituto pero no alcanza su estatura), cabe la tentación de pensar que el recambio supera a los originales.

Otra cuestión neurálgica: ¿este Messi no repite los esplendores de aquel otro? Luego del largo bajón y el dietista, ¿no ha recobrado, con un plus de madurez y compromiso, la bandera del juego más exquisito y contundente?

Sé que el fútbol es una aventura colectiva, como la de los mosqueteros de Dumas. Pero me cuesta entender que los críticos del presente Barcelona vean un fútbol que ha perdido atractivo cuando los jugadores son más dotados que los de la época dorada.

¿El temperamento y la solvencia de Macherano le van en zaga a las del emblemático Pujol? ¿El tridente ofensivo se ha depreciado en algún aspecto con relación al que completaban Villa y Pedro? ¿La zona de volantes se permite ahora apuros, torpezas o pelotazos herejes? ¿Es acaso más permisiva a la hora de la recuperación? ¿El Iniesta que hilvanó la pasmosa apilada ante el París Saint-Germain antes de servirle el gol a Neymar tiene algo que envidiarle al de 2010?

Algo más: la doble pared que, en la final frente a Juventus, pergeñaron Messi, Neymar y Suárez (un goleador milagrosamente impregnado por la magia de sus compañeros) la encuentro preferible a la más vistosa sucesión de pases laterales.

Con distintas inflexiones, como si se tratara de un acento regional, este Barcelona maravilla como el anterior. También hace movimientos –coreografías con pelota– que ningún equipo puede siquiera imitar. Aquella formación de Guardiola, en su momento, quizá produjo un estrépito mayor porque no había antecedentes. Ahora la comparación remite a los padres fundadores. El asombro no es el mismo pues falta la novedad. Así y todo me quedo con el Barcelona de hoy. Y mucho más me gusta el de mañana.