“Yo soy un enamorado del equilibrio”, dice el Patón Edgardo Bauza. La frase, dirían los eruditos, es un oxímoron, pero mezquinarían rigor. Yo creo que es un disparate. O, en el mejor de los casos, una ironía que se ha tomado erróneamente (no entendieron el chiste) como la sentencia oracular. Escuchen esto: “Estoy a muerte con la paz” o “Tengo un solo vicio: la abstinencia”. ¿No les suena similar? ¿Cómo alguien va a estar locamente apasionado por el término medio?
Estos rulos discursivos son de larga data. Buscan desmarcarse de la histórica subdivisión entre técnicos ofensivos y defensivos. Entre románticos y conservadores. Ese tipo de taxonomía futbolera que normalmente se ajusta más a las pretensiones de los interesados directos que a la realidad. A veces se dice que un equipo toma riesgos y tiene una mentalidad netamente ofensiva sólo porque marca mal y le hacen goles bobos.
Para diferenciarse entonces, para que no lo cargoseen con los posibles padres putativos (desde Zubeldía hasta Bielsa), Bauza, que es un tipo astuto, dice que él no es de izquierda ni de derecha. Que va por el centro. Por el medio de la calle. Pero se ve que de tanta proclama preventiva, la coartada se le convirtió, de un día para el otro, en filosofía. Y al sentido común, al ni muy-muy ni tan-tan se lo empezó a llamar método. Y adoptó forma de libro. Por ahí anda, en uno de los tantos meandros del mercado, un volumen con la teoría de Bauza.
Los antecedentes son prestigiosos. Podríamos remontarnos a Aristóteles, hombre mesurado por excelencia, que acuñó el justo medio como base de su ética. Sin embargo, en el lodo de la cancha, las cosas toman otro color. Y adorar el equilibrio significa estar prendado del empate. Por más elegancia que uno invierta en la descripción.
¿Qué significa llevar una vida equilibrada? Una vida austera, sin altibajos, ni contratiempos, ni excesos… Una vida en la que no pasa nada. Bueno ni malo. Pero no vamos a chantajear al lector con la diatriba del fútbol como templo de las emociones. Basta con ceñirse a los predecesores inmediatos de Bauza al frente de la Selección para comprender por qué las menciones a la sobriedad generan fastidio antes que entusiasmo.
Sé que, al calor del triunfo de La Alegría en las últimas elecciones presidenciales, muchos sospechan que las ideologías han muerto. Que fue necesario asestarles varios tiros de gracia, pero que por fin la democracia liberal surge prístina en el horizonte como plato único. Sé también que, en ese marco, la asepsia conceptual de Bauza encaja sin necesidad de lubricante. El problema es que venimos de jugar dos finales (240 minutos), ambas con Chile, en las que empatamos cero a cero. ¿No es ese el colmo exasperante del equilibrio? El fiel de la balanza, en todo este tiempo, sólo se ha movido (desfavorablemente) en los penales.
El asunto es mantener el equilibrio propio para poder desequilibrar al adversario, quizá diría Bauza (tendría que leer su libro). Vale decir: preservar un orden prusiano en el aspecto defensivo para que, simétricamente, el ataque… Me pierdo. No me imagino una táctica que apunte a desequilibrar mediante el equilibrio.
Si la teoría suena confusa, podemos acudir a la experiencia. Con Sabella, en el Mundial, la Selección ha sido una oda al equilibrio. Los expertos lo resaltaban. Maniatábamos a los atletas más dotados. Al dispositivo más revolucionario lo sometíamos al somnífero argentino de pasecitos sin gracia y mucho huevo. Mucha eficacia en el relevo y así. Mientras Messi vegetaba allá adelante porque apostábamos al empate sin goles como llave maestra. Los suscriptores del equilibrio (¿les decimos equilibristas?) entienden que el cero a cero es lo más próximo al partido perfecto.
Estimado Patón Bauza: los mejores augurios para su gestión. Pero busque otro perro para ese hueso. Estamos hasta acá del equilibrio; de ese modo elegante de bautizar el conservadorismo que además de ineficaz y aburrido es dispendioso. Porque tratar a Messi y a sus compañeros más lúcidos como meros cadetes de un equipo que tiene el cerebro y el corazón en otro lado implica dilapidar talento. No entender el juego. Abortar la fiesta antes de que lleguen los invitados.