En una de las tantas conversaciones bizantinas que matizan los encuentros de Un Caño en el bar The Oldest –donde nos regalan el último café–, alguien dijo que si hubiera perdido en los penales ante Colombia, la Selección de Martino habría recibido una andanada de cuestionamientos, en lugar de los elogios que luego escuchamos.
Pasemos por alto que este tipo de observaciones sobre desenlaces hipotéticos contiene menos análisis que deseos y prejuicios. Pasemos por alto también que cualquier conclusión al respecto no supera el rango de las especulaciones o entretenimientos imposibles de contrastar con la realidad. Y quedémonos con la crítica que subyace: la opinión del periodismo está determinada por el resultado.
En defensa de los colegas debo decir que, al margen del reconocimiento por la sufrida victoria en los penales, al equipo se le achacó la falta de remate final, objeción que alcanzó al mismísimo Messi. Por lo tanto, no me atrevería a afirmar que el gremio es absolutamente sumiso ante la victoria y que la suscribe sin más, silenciando cualquier aporte crítico.
Ahora bien: así medien penales o circunstancias azarosas del juego, no es lo mismo ganar que perder. Es la diferencia entre alcanzar un objetivo (un campeonato, una final) y quedar en el camino. Aunque esa brecha no debe nublar la lectura, influye porque transforma la perspectiva.
Una derrota que elimina a un equipo obliga a la revisión, sencillamente porque ya no hay futuro inmediato en la competencia. Se detiene la adrenalina con que se discute sobre el partido inminente y aparece la mirada abarcadora del largo plazo. De los compromisos lejanos. Entonces suelen surgir, asociados al desencanto, los reclamos de cambios drásticos. Es un berrinche profesional.
El haber atravesado otro escollo –y haber desembarcado nada menos que en la final, en el caso de Argentina– también dispone de otro modo el ánimo. El del público y el del periodista, que prefiere que en su prosa predomine el entusiasmo, las valoraciones positivas y las conjeturas felices en lugar de la severidad para subrayar deficiencias. Porque en su palabra no desaparece el hincha –más cauto y equilibrado– que busca sintonizar con un auditorio de pares. El cronista quizá piensa (con razón): no puedo usar un suéter de cuello alto si hace 40 grados y estamos en la playa.
Medir con la misma vara una clasificación a finales que una derrota sin revancha –la vara inflexible que evalúa la pureza táctica, la vocación ofensiva, la excelencia técnica, el respeto a la historia y otras exigencias platónicas– significa darle la espalda al juego. No estamos en el ágora intercambiando nociones morales, políticas o literarias, sino en la cancha, donde el lenguaje de los goles no es un detalle irrelevante.
El resultado merece dignificación. Las posiciones en la tabla y los trofeos obtenidos (consecuencia del conjunto de resultados) merecen dignificación. La misma que las artes con que se llega al triunfo.