Jorge Sampaoli parece un hombre sensato y debe haber dormido poco después de la victoria con Perú que depositó a Chile en la final de la Copa América. A lo mejor festejó, y está muy bien. Pero no debe haber quedado contento con lo que vio de su seleccionado. Porque Chile, por primera vez, no dejó tan claro a qué juega. Ni cómo hace daño, ni cómo evita que se lo hagan.

Es más, diría que con un par de experimentos en cuanto a nombres, ayer el DT enchastró un poco la identidad que venía construyendo este equipo, que tiene el aliciente de haber ganado para encontrar cómo corregir sus deslices. Se enmarañó. Se confundió y confundió con algún cambio obligado y otro no tanto, la estructura que había sabido montar.

El déficit se notó en las semis. Ni el más pesimista de los hinchas de la Roja tenía pensado que Perú, un equipo trabajado y prolijo, les iba a complicar la vida. Mucho menos jugando con un hombre menos durante 70 minutos.

A_UNO_545165_de0feNo alcanzó ni siquiera el tanto de la ventaja, ni estar un poco arropaditos por el árbitro (que le sacó una rápida amarilla al defensor que luego expulsó, que cobró el primer tanto de Vargas cuando estaba fuera de juego, que debió amonestar a un par de jugadores chilenos y que se contuvo de cobrar un penal medianamente dudoso contra Pizarro). Chile sufrió. Su rival lo metió en un lío con poco. En base a centros cruzados. En base a pelotazos para que se arregle un nueve o algún volante con aires de delantero contra su caterva de centrales.

Se dice que Chile es dos equipos: uno atacando y el otro defendiendo. Bueno, he aquí la mala noticia: no es así; Chile es un solo equipo que defiende muy mal. Ataca más o menos bien, sobre todo cuando ensancha el campo y la pelota pasa por Valdivia. Pero atrás es realmente horrible. A veces logra disimularlo porque le llegan poco.

No fue el caso contra Perú, que plantó inteligentemente a tres volantes entre las dos últimas líneas de su rival y decidió jugar de igual a igual hasta que tuvo que reordenarse por la expulsión temprana. Aun así, nunca renunció del todo a atacar. Cuando lo hizo, no sólo sacó diferencias con su mayor estatura, también logró desnivelar por velocidad e inquietar por posicionamiento de las piezas que le quedaron disponibles.

Anoche, para colmo, Chile extrañó a Jara, al que reemplazó con un experimento doble al alinear al jugador fetiche de Sampaoli, Pepe Rojas (de flojo año con la U), junto a un desorientado Miiko Albornoz para cubrir el flanco izquierdo de la defensa.

Para agrandar la incertidumbre, el DT –que arregló la debacle de Miiko restableciendo a  Mena en la banda izqueirda- sacó a Marcelo Díaz por Pizarro para jugar como mediocentro en el segundo tiempo. El cambio no funcionó: no aportó mejor manejo en el medio ni mayor contención. Sólo generó más dudas, en un equipo que ayer pareció estar un poco más lejos de su identidad, porque incluso las cosas que se suponen sus virtudes anduvieron mal.

Hay un síndrome común en las selecciones que ganan varios partidos al hilo en torneos importantes, sobre todo si no están habituadas a llegar a instancias decisivas: a su alrededor se mueve un cortejo de fanáticos que asegura que van a ser campeones de cualquier cosa. Viven en una suerte de realismo mágico. Esta vez, Chile debe evitar soñar con Macondo.

A saber:

-Chile tiene en Alexis Sánchez a su gran figura de ataque. Anoche no pudo desnivelar en el mano a mano ni generar opciones claras de gol (intervino en el primer tanto, que además de ser en offside parece más mérito de Aránguiz que de cualquier otro de los involucrados).

-Chile tiene en Vidal a su gran ídolo. Anoche… Bien, gracias.

-Chile sale tocando desde el fondo para armar su juego asociado desde abajo. Anoche, ante el primer rival que se dedicó a presionarlo seriamente y de manera sistemática, terminó revoleando a dividir un par de pelotas y perdió otra que pudo ser muy peligrosa.

-Chile despliega a sus laterales para que lleguen a posiciones de ataque claras y alimenten a los delanteros y volantes que llegan por sorpresa. Anoche Isla apenas debe haber intervenido en una jugada productiva y por la izquierda recién pudo avanzar cuando faltaban dos o tres minutos para el final del partido.

-Chile tiene en Valdivia a su manija futbolística. Anoche su juego funcionó durante el primer tiempo y en el segundo fue sustituido de manera un poco misteriosa por Felipe Gutiérrez, un hombre que no había tenido minutos en cancha hasta esta semifinal.

Ni siquiera lo que funcionó pareció funcionar del todo. Eduardo Vargas, goleador y elegido como figura en la transmisión argentina del partido, anduvo francamente mal de cara al arquero rival. De hecho tuvo un par de mano a mano en los que tardó demasiado en definir, y logró el primero un poco de casualidad después de que el rebote en el palo se le enredara entre las piernas.

Claro, después clavó un pepinazo que vale cualquier perdón. Porque fue la diferencia real en un partido sin tantas diferencias. Porque le dio a Chile el pase a la final y la oportunidad para seguir pensando en cómo mejorar.

Hay un síndrome común en las selecciones que ganan varios partidos al hilo en torneos importantes, sobre todo si no están habituadas a llegar a instancias decisivas: a su alrededor se mueve un cortejo de fanáticos que asegura que van a ser campeones de cualquier cosa, de todo, siempre, que no pueden perder, que le van a ganar al más pintado. Viven en una suerte de realismo mágico, tan proclives a él somos en Latinoamérica. Le pasó, sin ir más lejos, a Chile en el Mundial hasta que chocó con Brasil. Le pasó a Colombia, en Brasil 2014, pero lo perdonamos porque es la tierra de García Márquez. Y no nos comamos el chamuyo de Alemania.

Esta vez, Chile debe evitar soñar con Macondo. Lo mejor sería tomar una pequeña lección de humildad y entender que está ante la chance histórica de ganar su primera Copa América, entendiendo que la derrota es una posibilidad. O el empate, Perú lo dejó claro, también. Estuvieron a un zapatazo de Vargas de sufrirlo.

De cara a lo que viene, Sampaoli no debe estar tan tranquilo. Quizá está pensando, otra vez, en qué cambiar. Lo mejor es que confíe en lo que ya había armado. No debe enredarse en su laberinto