Mi primera formación futbolística la recibí en Sudamérica, por eso entiendo al medio centro desde la presencia y la sabiduría, como Pipo Rossi; desde el grito y la personalidad, como Obdulio Varela; desde la técnica para la distribución, como Didí. El heredero deslumbrante de esa estirpe se llama Pep Guardiola, hace su juego en Barcelona y no se cansa de batallar contra la decadencia. Guardiola es un creyente de cierto estilo de fútbol y lo defiende con ardor mesiánico en el campo de juego y en la mesa de bar. El tema me obsesiona porque estamos ante un jugador que, en medio de la consagración de la mediocridad, defiende ideas grandes. Usémoslo, entonces, como ejemplo.
Jugando al futbol es un excelente entrenador. Piensa tanto en el partido antes de jugarse el partido, que cuando juega el partido siempre nos queda la impresión de que el partido que está jugando ya lo jugó varias veces. De tanto pensar fue suplantando la mirada por la memoria. El partido que Pep se imagina tiene el campo dividido en once cuadrículas y la del medio se la reserva para él. Entre cuadrícula y cuadrícula el que corre es el balón, nunca el hombre. Cuando las cuadrículas no están ocupadas como él se imaginó se siente incómodo, perdido, como un ciego que entra en una habitación con los muebles cambiados de lugar. Puede ocurrir, por ejemplo, que Guardiola entre en contacto con la pelota y los extremos no estén pegados a las bandas, en ese caso los considera traidores a la causa de su fútbol. En esto es tan fundamentalista que si tiene que jugar un partido en la playa pone a un compañero en la orilla del mar y a otro en la escollera. De lo contrario que no cuenten con él. Sólo se siente peor cuando un compañero le invade su propia cuadrícula porque, celoso al máximo de la propiedad privada, termina con el mismo tipo de irritación que siente cualquiera que encuentra ocupado su sillón favorito en el salón de casa. Pep, antes de buscar acomodo en otro lugar, es capaz de sentarse encima del intruso.
El fútbol de Guardiola parece espontáneo, pero no lo es. Como esos conferenciantes que preparan el discurso hasta sabérselo de memoria y luego exponen, sin apoyarse en ningún papel, la noble mentira de la espontaneidad. Le da placer encontrar en el campo lo que se imaginó fuera. Si hasta ahora el gran jugador era aquel capaz de hacer lo imprevisible, desde Guardiola hay que reconocer otro modelo de gran jugador: él capaz de perfeccionar lo previsible. Aquel provocaba asombro, a este se le disfruta desde el sentido común: de hecho es muy difícil no estar de acuerdo con las ocurrencias almacenadas por Pep.
Es como la estatua del héroe de la ciudad que vigila dominante desde el centro de la plaza, como el reloj altivo e imprescindible de la estación de tren, como el guardia de tráfico que le pone orden y calma a la caótica circulación. Ahora pasen todas estas alegorías por la risa para desacralizarlas porque esto es fútbol y conviene no pasarse de serios. Sólo pretendo buscar imágenes para que sitúen a Pep como símbolo, referencia y eje futbolístico en el centro mismo del Camp Nou. Y todavía no empezó el partido.
Si un jugador le da más de tres toques al balón en el centro del campo, lo excomulga con un comentario definitivo: “no sabe jugar al fútbol”. Como su partido lo juega a dos toques, ha desarrollado al máximo la técnica del control y el pase, hasta dar lecciones de precisión en velocidad. Conducir, regatear y tirar, no forman parte de las necesidades básicas de su juego; nadie podrá decir que se trata de defectos o carencias, porque una de las manifestaciones menos reconocidas de la inteligencia de Guardiola, es que sabe esconder lo que peor hace. Tampoco con su físico hay que hacerse muchas ilusiones, pero como él conoció pronto esas carencias, las incorporó a su proceso de aprendizaje.
Guardiola es un hijo catalán de la escuela futbolística holandesa. A sus tendencias personales, hay que agregarle los geniales consejos de su admirado Johan Cruyff y, finalmente, el método académico y sistemático de Van Gaal, esas tres son las capas geológicas más sólidas de su personalidad futbolística. A estas alturas de su evolución, Pep entiende que un equipo es como un cerebro colectivo y el fútbol, antes que “un sentimiento con el que se juega” es una idea con la que se divierte. “¿Sabes qué placer da ver aparecer los espacios que tú has provocado?” Pregunta con cara de iluminado.
Ahora sí empezó el partido y esta vez lo imagino con las cartas de navegación bajo el brazo espiando espacios vacíos por donde pase un balón, buscando lugares propicios para provocar la superioridad numérica, detectando sitios en donde los especialistas puedan hacer la apuesta del mano a mano. En el respeto al juego, en su intención de no regalar nunca la iniciativa, en el contagio de su amor por lo que hace, reconozco en Pep al medio centro de toda la vida, atravesado por todas las grandes tendencias del último siglo. Guardiola es una culminación porque hace lo que debe y siempre sabe los “porqués”. Discutimos, porque yo siempre he preferido a los futbolistas y a los hombres con respuestas espontáneas antes que premeditadas, pero a pesar de la tenacidad de nuestras ideas no puedo dejar de hacer una excepción y admirarle la pasión, la convicción y el compromiso puestos al servicio de una hermosa geometría en donde el balón baila con exactitud.
Publicado en el blog Historias del calcio y otros mundos.