Al dolor de estos días lo acompaña otra sensación más perturbadora, que se mezcla con la culpa: una cruel certeza de que no habrá homenaje ni reconocimiento suficiente. Todo parecerá (y será) insignificante. Los pueblos del mundo deberán aprender a convivir con su incapacidad de rendir un tributo a la altura del héroe. Pero también será su obligación intentar hacerlo.
Pasaron pocas horas y habrá por delante miles de gestos que buscarán celebrar la vida de Diego Armando Maradona. No cesarán nunca en ninguna parte del planeta. Reyes y plebeyos tratarán de saludar las hazañas de su vida para ridiculizar su muerte. Lo harán de todas las maneras, con el corazón y los bolsillos, con la palabra y con la acción. Sin embargo, ya existe la sospecha de que el primer (y acaso el único) homenaje cuya música puede ser acompañamiento de un baile maradoneano fue el del actual capitán de la Selección Argentina.
Una ficción. El 25 de noviembre, Lionel Messi lloró. Alguien le dijo que Maradona había muerto y lo primero que hizo fue alejarse, quizás sentarse en su cama y agachar la cabeza. Después, en soledad, lloró. No recordó sus días en la Copa del Mundo de Sudáfrica, ni su visita a la Noche del diez. Ni las cientos de preguntas sobre su relación, sobre el peso de la diez, sobre cómo llenar esos desmesurados zapatos.
Recordó un día de su niñez. Tenía 6 años, la edad en la que casi todos nos vemos por primera vez en una cancha. De la mano de su padre, fue al Parque Independencia a ver un amistoso entre su Newell’s y Emelec. Con la diez rojinegra ahí estaba, enérgico, Diego. En su memoria no hay imágenes claras, solo una sensación de paz. Y esa sensación es la que lo hace llorar.
Messi vivió con Maradona, lo conoció, lo admiró en persona. Diego lo llenó de elogios, lo motivó, lo puso bajo su ala, le enseñó todo lo que pudo. Como siempre, no se guardó nada. Messi valora todo aquello, pero su Diego es otro. Es el del resto del pueblo argentino. Mucho más íntimo, totalmente futbolero. Lejano a la burocracia del trabajo, del día a día de la adultez.
Este domingo, el día de su primer partido tras aquel llanto silencioso, quiso hacer un gol. Pero no uno más. Un golazo acorde. Lo imaginó todo el día y en el segundo tiempo lo consumó. Entonces, después de los abrazos de rutina con sus compañeros, tiró al piso la camiseta de Barcelona, la indumentaria formal del hombre maduro, y, con la misma piel de su héroe particular, saludó al cielo.
Lionel Messi nunca estuvo tan cerca del pueblo argentino como en ese instante. Ese futbolista maravilloso pero a la vez frío, robótico, fue uno más de los cientos de miles que salieron a la calle, de los millones que, como él, lloraron en silencio. Su tributo tiene tantos significados como significantes. Hacer el gol que hizo no es lo mismo que uno de penal o de rebote; usar esa camiseta, vieja, quizás ilegítima, lo hace aún más auténtico; que haya jugado los 90 minutos con ella le pone sudor futbolero al gesto; ignorar las publicidades y las obligaciones del mercantilizado fútbol de hoy le da el espíritu rebelde de los representantes populares; y lo más importante: al Diego le habría encantado.
El guiño del actual capitán del seleccionado emociona pero también, de algún modo, genera esperanza. Estas lágrimas tienen otro sabor. Ya no son solo de tristeza y melancolía, sino de agradecimiento. El legado de Maradona se puede tocar. Es capaz de humanizar como nunca antes al ídolo de hoy. Diferente, pero capaz de interpretarlo y seguir su estela. Un ídolo que se dejó iluminar con su luz. No es poco homenaje.