A estas alturas del Mundial, no paramos de hablar de Messi. Bastaron la primera fase y un par de iluminaciones (que en este mismo rincón virtual ha sabido ponderar con justeza el agudo Pablo Cheb) para que Leo ocupara hasta la redundancia insufrible cada minuto de aire.
Vimos sus goles maravillosos en versión PlayStation (gracias, Víctor Hugo), a todas las velocidades imaginables y desde los ángulos más inverosímiles. Escuchamos sus pocas palabras en cadena. En fin, por ahora, es el Mundial de Messi.
Sin embargo, creo que un episodio crucial ha sido soslayado. Y que ahora el perfil de superhéroe que le endilgamos no es metafórico. Ya no sólo le exigimos conductas desproporcionadas; también lo sometemos a privaciones crueles.
Me explico: a los 15 minutos del segundo tiempo ante Nigeria, cuando su faena decisiva estaba consumada y la clasificación de la Argentina era un hecho, Messi abandonó la cancha.
Justo en el momento en que el partido se abría y las filas adversarias ofrecían las tentadoras avenidas para las cabalgatas de Leo, Sabella lo saca. Dicen que con el consentimiento del damnificado. Da igual.
Me parece injusto. Cuando el partido se presenta hostil y el rival no cede siquiera el espacio elemental para respirar, Messi es intocable. Pero una vez que contuvo en el aire el tren que estaba por despeñarse desde lo alto de la montaña y rescató a la bella y rubia figura estelar, en lugar de recompensarlo, lo castigan. Como a Batman y otros tantos desgraciados, le aplican el derecho de admisión apenas superada la emergencia.
Con la temeraria arbitrariedad a la que me habilita la credencial de periodista, sostengo que si Leo se quedaba al toma y daca en que se convirtió el cruce con Nigeria habría hecho un par de goles más.
Y no sólo habría acopiado un pingüe capital en la disputa por la bota dorada de goleador planetario. También habría reforzado su confianza y saciado sus deseos de divertirse con la pelota. Un esparcimiento que, entre la exigencia ambulante de la hinchada argentina en territorio enemigo y la cerrazón obcecada de las defensas rivales, se le viene negando sistemáticamente.
Los hinchas decimos, muy sueltos de cuerpo: “Leo frotó la lámpara”. Y así describimos sus arrebatos geniales, como el chanfle que cerró el partido ante Irán o el tiro libre contra Nigeria. Pero, a su modo un poco bipolar, de deserciones y regresos fulgurantes al corazón de la contienda, Messi no deja de pelarse el culo. Como el más aguerrido de los defensores. No deja de combatir el roce, de atemperar la necesidad de sus compañeros que lo reclaman como huerfanitos, de auscultar el suelo minado hasta encontrar la rendija para la zurda, la plataforma hacia la gloria, el único lugar donde le permitimos afincarse. Frotar la lámpara es un gesto distendido. Messi, en cambio, acude a sus dones con esfuerzo.
Frente a Nigeria, lo obligaron a salir en el tramo en que la mochila era más ligera. Cuando comenzaba, después de tantas responsabilidades de estadista, la hora del juego. No recuerdo que en Barcelona lo hayan reemplazado porque ya iban 4 a 0 contra el Levante y a ver si toma frío y se engripa.
Los nigerianos son bastante bestias, es cierto. A menudo, se les escapa la suela. Pero si se trata de preservar los tobillos del galán, de mantenerlo intacto, mejor que se quede en la concentración y escuche el partido por radio. Messi juega expuesto, a centímetros de la guadaña. Con los nigerianos, los alemanes o los suplentes de Chacarita. No hay modo de asegurarse, jamás, de que, al cabo de 90 minutos, el trajín de la alta competencia lo devolverá indemne.
Con el viento a favor, la máxima carrera en el Mundial es de siete partidos. Habernos perdido media hora de un Messi en el apogeo de su instinto predador, con el gol entre las cejas, es una censura que nunca le perdonaré a Sabella. Ni al propio Leo, si es que estuvo de acuerdo.