En el inexplicable 3 a 2 de San Martín a Huracán, cuando los sanjuaninos ya habían dado vuelta un partido en el que los de Apuzzo pudieron (y debieron) golear en el primer tiempo, Marcos Figueroa emuló a Juan Román Riquelme. Encerrado por Eduardo Domínguez contra la raya, el delantero local enfiló para su campo y, de pronto, se despachó con una pisada mortal que pasó limpita entre las piernas del central. Le quedó la banda derecha servida y ejecutó un centro muy poco acorde con la jugada anterior, como si después del caño se hubiese quedado pensando en otra cosa.

Entrevistado por Paso a Paso, Figueroa confesó: “Estaba esperando la patada de Domínguez”. Pero no fue el único que pensó algo por el estilo. Y algo por el estilo, en este ridículo caso, es ni más ni menos que recibir un golpe por hacer algo bien (ni Mirtha Legrand podría entenderlo). Algo muy similar había dicho Riquelme tiempo después de su caño a Yepes. “Yepes tiene más mérito que yo por no haberme pegado una patada. Eso es más de hombre. El me siguió hasta el córner y no me dijo nada, pese a ir perdiendo por dos goles”, declaró Román.

Y, la verdad, no lo podemos entender ni aceptar. Es cierto: con semejantes caños, el rival se siente humillado. Pero, en ningún momento, ni Riquelme ni Figueroa gastaron a sus adversarios. Ninguno de los dos gritó “ole” después de la obra. Ninguno de los dos fue a decirle por lo bajo a Yepes o a Domínguez: “La que te acabo de hacer, eh”. Los dos (en este caso los cuatro) consideraron que era una acción del juego y punto. Dos defensores van a marcar y dos tipos con recursos lo usan en beneficio propio. ¿Dónde está el pecado?

Aún así, tanto Riquelme como Figueroa confesaron que esperaban una patada. ¡¿Por qué?! Si es un disparate que los hinchas del equipo que está perdiendo reclamen “aunque sea peguen”, mucho peor es que los propios protagonistas crean que lo normal es la maldad.