Hace unos días, ante la lesión de rodilla de Chiquito Romero que lo dejó afuera del Mundial, apareció una frase en Twitter del omnipresente Martín Arévalo: “Romero atajó en tres finales y le hicieron un solo gol cuando se agotaba el suplementario. Desde 2009 fue titular y no salió más: atajo 94 partidos. No recuerdo uno que la Argentina haya perdido por su culpa”.
#Romero atajó 3 finales y le hicieron 1 solo gol cuando se agotaba el suplementario. Desde 2009 fue titular y no salió más: atajo 94 partidos. No recuerdo uno que la @Argentina haya perdido por su culpa. Hasta ayer, lo cuestionaban. Hoy es te vamos a extrañar!
— Martin Arevalo (@arevalo_martin) May 23, 2018
Más allá de que podríamos discutir cuánta culpa tuvo en el gol que le hizo Götze nada menos que en la final del Mundial pasado –y cuánta en aquel otro que abrió la goleada de Alemania en los cuartos de final de Sudáfrica 2010-, esta breve defensa del periodista nos despertó una reflexión particular. Y es la siguiente: para exaltar las virtudes de Romero, Arévalo eligió decir que no había cometido errores flagrantes. En vez de recordar las atajadas más destacadas, remarcó la falta de errores, de juegos perdidos por responsabilidad del futbolista.
Incluso, Arévalo podría haber hablado de los penales contra Holanda. Ése sí que fue un momento memorable, que ningún futbolero olvidará y que tuvo participación activa del arquero. Su gran día de gloria. En el que activamente brilló para confirmar por qué estaba donde estaba. O quizá de un par de paradas contra Irán, también en 2014. Sin embargo, no. La actuación consagratoria quedó en otro costado, porque había que remarcar que ningún gol estúpido ni partido perdido había sido su culpa. ¡Hablame de cuándo nos salvó, Arévalo, es el arquero de la Selección Argentina de fútbol! Si estuvo diez años en ese lugar, debería ser por algo más que por ser adecuado.
Lo que desliza el inefable Martín, de alguna manera, es que resulta injusta la salida de Romero del plantel que va al Mundial (sin importar que la razón ni siquiera haya sido futbolística) y apunta a la injusticia de celebrar su recambio. La lógica es sencilla ¡¿Cómo puede ser que lo hayan cuestionado?! Deberíamos haberlo bancado incondicionalmente porque atajó 94 partidos. Ingratos son los que ahora agradecen ante su salida. Van a ver cómo lo van a extrañar. ¿Y qué atajada nos regaló? ¿Qué salvada que podamos rescatar, en tanta presencia? Ah, no, ninguna, pero no perdimos nunca por su culpa.
Ese razonamiento no sería preocupante si muriera en Arévalo, pero es generalizado. Según hemos podido corroborar, está tristemente instalado. No cometer grandes errores parece suficiente para justificar la presencia de un jugador en la Selección. No hay que ganarse el puesto: hay que no perderlo. Y la salida de uno es tomada como una afrenta, en lugar de analizarse con la naturalidad que supone el ingreso de otro que esté haciendo más mérito.
No convocar a un futbolista -para el DT de turno- equivale prácticamente a despedirlo, casi como si los jugadores de la selección fueran trabajadores municipales. Esta noción está tan extendida que tiene un nombre propio, se le dice “club de amigos”. Una etiqueta falsa. Como si hubiera que hablar con Messi para vestir la celeste y blanca. Alcanza con no hacer un gol en contra. Es un club de muchachos que no se mandan macanas gruesas.
Hoy a los jugadores de Argentina no se les pide que destaquen particularmente, que tengan esos momentos de brillo que justifiquen su convocatoria. Alcanza con que no desentonen. Y lo triste es que –salvo por Messi, Mascherano, quizá Biglia o Rojo- nos cuesta encontrar grandes momentos de los futbolistas que hayan quedado en el recuerdo colectivo de manera suficiente como para que no haya dudas acerca de su presencia en la Selección. Acaso Di María. ¿Agüero? ¿Dybala? ¿Otamendi?
A Higuaín se lo recuerda y ataca por los motivos contrarios (fallar definiciones posibles en momentos clave) y no por su muy buena actuación con gol incluído contra Bélgica que nos llevó a las semis del pasado Mundial. Como si los malos momentos taparan los buenos. Y la falta de malos momentos tapara la falta de buenos. Es preferible que no se note mucho mi presencia, porque si me mando una cagada, aunque sea en la definición dentro del área de un par de finales… soy Higuaín: bastardeado por errar, bullying digital por impreciso.
En algún otro tiempo había que ganarse activamente el puesto en la Selección. Y podías salir en cualquier momento, porque el rendimiento superlativo de otro significaba un relevo indudable. Te respiraban en la nuca, bah. Quizá sea parte de nuestro imaginario, de nuestra nostalgia. Pero nos parece que para jugar en la Selección había que jugar bien y además había que jugar bien en la Selección. Hoy ninguna de las dos cosas resulta necesaria. Alcanza con no jugar mal para no perder el lugarcito. Y no estamos hablando de un club del ascenso, con recursos limitados y un plantel acotado. ¡Estamos hablando de la selección nacional, donde cualquier jugador argentino de cualquier liga de todo el mundo puede ser parte en el momento que el técnico disponga!
Entrar a la Selección ya no es un mérito. En cambio salir es un demérito. Extraña lectura que se multiplica cuando no está Enzo Pérez, cuando se excluye a Lavezzi, cuando no entra Lautaro Martínez (porque, ¿quién va a salir?).
Esa realidad resulta preocupante por una razón evidente: es una noción que podría defender Martín Arévalo.