El diario Olé, de cuyos orígenes formé parte como coautor del proyecto y pionero en la redacción, cumple 20 años.
La fecha dio pie para una cena extraoficial con los periodistas que participaron de los orígenes de aquella aventura. Un bonito grupo humano, lo caracterizaría algún cronista sobón de esos que perduran.
La fecha también permite observar que casi nada queda de aquellas intenciones. Una tapa obsecuente con Mauricio Macri lo explica mejor que mil palabras.
Hace veinte años como ahora, Olé era un producto comercial de la escudería Clarín. Como asalariados de la compañía, nunca perdimos de vista las restricciones expresas e implícitas concernientes al oficio. Los límites que los periodistas comprueban a diario en redacciones de diversos dueños (aunque de pelaje ideológico semejante) y que poco tienen que ver con la libertad absoluta, inverosímil, que los propios empresarios de medios dicen defender y fomentar en sus dominios.
Cualquier periodista que no se chupe el dedo ni responda al discurso de sus empleadores sabe que la libertad de expresión no existe. O existe en la medida en que no choque con intereses, amistades o caprichos de la patronal. Y ni hablar de la libertad sindical, porque eso sí es una invocación a Satán en los cotos periodísticos.
La libertad de la que hablan los empresarios de medios es la libertad de ejercer la censura (embozada, en el mejor de los casos, como edición) en el interior de sus compañías. La libertad del abuso y la discrecionalidad, aunque se le ponga nombres más elegantes.
Censura ejercida no sólo porque algún periodista incauto puede entrometerse en el radar del lobby fustigando a algún político afín (la mayoría), socio o anunciante. Hay censuras y autocensuras por las dudas y hasta antojos de los capangas con rango de ley. Recuerdo el caso de una reseña cinematográfica adversa vetada por un jefe de redacción (se publicaron críticas de todos los estrenos menos ese) porque el productor del film era amigo suyo.
Así es la libertad del periodista y así se la acepta. Nadie se rasga las vestiduras. Aunque hace veinte años, para los que hicimos Olé, había apreciables intersticios donde moverse. Sabíamos, por ejemplo, que Julio Grondona era un partenaire intocable y que Julio Ramos, crítico acre de los negocios de Clarín, entre ellos el del fútbol, portaba el sayo de villano. No hacía falta publicar un manual para que los empleados tuviéramos un registro claro de los nombres sagrados y los nombres prohibidos.
En paralelo, nos daban rienda para cierta creatividad más o menos trasgresora, vindicar movimientos populares o defender los derechos humanos. Nunca en primer plano, claro. Sino diluido en un caldo editorial relajado, que acentuaba las pasiones fluctuantes del fútbol sobre la gravedad de la política.
Nos dejaban jugar. Seguramente porque éramos inocuos. También hicimos tapas con Macri, por supuesto. Porque era el presidente de Boca, nada menos. Un empresario hijo de papá al que le gustaba hablar de millones y agitar el avispero. Rendía y era inevitable en la agenda deportiva. Esta tapa es distinta. Significa un operativo de cobertura, cuando arrecia el descontento, a un gobierno impopular y elitista que se ensaña especialmente con el sector social al que Olé interpela. Una chupada de medias institucional que coloca al diario como un instrumento de la peor propaganda. Entre las guerras privadas de Magnetto (su expansión omnívora) y la letra impresa ya no hay ninguna mediación. Bienvenidos a la prensa independiente. Periodistas, go home. Ya no hacen falta.