Aprovecharemos la oportunidad que se nos ofrece de colaborar en esta “Historia del fútbol argentino”, para incorporar a ella la defensa del fútbol criollo, de ese fútbol nacido a orillas del Plata, hermoso y galano, espontáneo y brillante, que se ganó un lugar de primera fila en la jerarquía mundial de ese deporte, por el derecho propio de su calidad y de su poderío.
Ese fútbol ha sufrido un mal: la “marcación” y se vio amenazado por otro: el “sistema”, amenaza esta última que aunque disminuida, no ha desaparecido del todo. Diría que la marcación es con relación al sistema lo que el resfrío con relación a la gripe: su preanuncio.
Me refiero a la marcación, no como recurso impuesto por las circunstancias y surgidos de las mismas alternativas del juego, que en este sentido ha existido siempre, sino como objetivo predeterminado para cada player y aplicado con estrictez.
La marcación así entendida, como misión fijada “a priori”, a cada jugador, ya es un comienzo de esquematismo inflexible. Y podemos preguntar si no resulta sumamente discutible atendiendo a que muchas veces implica la limitación de las posibilidades de un player en la custodia de otro menos útil o que se encuentra en una tarde deficiente. ¡Cuántos partidos resultaron deslucidos, perdiendo el brillo que debían alcanzar, por culpa de la marcación, sin que el sacrificio de la belleza espectacular reportara la eficacia que se pretendía conseguir!
Debemos aclarar. El “sistema” a que nos referimos, es una manera, un estilo determinado y definido de jugar al fútbol, que con ligeras variantes en sus diversas expresiones mantiene en todas ellas lo esencial. Esa manera del centrehalf retrasado constituyendo un tercer back, y de los insiders también retrasados; que hace de la defensa el fundamento básico de la acción; que esquematiza el desenvolvimiento del cuadro y se aplica estrictamente, cualquiera sea el rival que va a enfrentarse; que limita las posibilidades individuales del jugador encasillándolo en un cometido prefijado; y que podrá ser todo lo eficiente que se quiera, pero le resta al fútbol su virtud primera y esencial: vibración emocional.
Otra aclaración: estar contra el “sistema” y otras variantes similares, no significa ser un nostálgico de los tiempos idos. No creemos —y menos tratándose de fútbol— que todo tiempo pasado fue mejor. Recuerdo que, cuando era muchacho, los mayores de entonces, hablando de fútbol, me decían: “Estos equipos de ahora son cualquier cosa; equipos eran los de mi tiempo”. Han pasado los años. Actualmente, los de mi generación, les dicen a los muchachos de ahora: “¿Estos? ¡Bah! ¡Fenómenos eran los de nuestro tiempo!” El presente, futbolísticamente hablando, abarca toda una época, y no se puede limitar el concepto de presente únicamente al año en que estamos viviendo. Aclarado, pues, que no sentimos nostalgias de lo que ya se fue, y por lo tanto, que nuestra oposición al “sistema” no la origina un anacronismo enemigo de toda innovación. En esta cuestión, significaría justamente lo contrario, pues el “sistema” no es lo nuevo, sino lo viejo. De ahí, tal vez, su condición de estilo conservador, reacio a la osadía limpia y valiente del ataque, que para ganar arriesga y busca el éxito por el rumbo afirmativo de sus merecimientos y no de los negativos de las fallas del adversario.
LA GRAN HAZAÑA
En 1924, un conjunto de jugadores uruguayos, se lanzó a la empresa, entonces para muchos temeraria, de ir a cotejar fuerzas con el fútbol del Viejo Mundo. Meses después, volvían campeones olímpicos. En 1928, en Amsterdam, argentinos y uruguayos dilucidaban entre sí la posesión del título de campeón olímpico.
La historia se repitió en el campeonato mundial de 1930. Y un buen día, nos salieron enterando de que nuestra modalidad no servía; que futbolísticamente teníamos que aprender de Europa. Y sobre todo, de Inglaterra. Ahí poseían el arte de la defensa invulnerable y la geometría perfecta del ataque. ¿En qué hechos concretos se basaban los que así afirmaban? Misterio. Tal vez por ser un misterio, tendría sus diosas: la diosa eficacia y la diosa marcación. La diosa marcación comenzó a exigir dogmático respeto: este back marca al winger derecho; aquel half al insider izquierdo, etc. Pero el hermoso fútbol criollo seguía resistiendo, encontrando entre sus más legítimas expresiones reservas con que defenderse de todos los embates. Agazapado tras la “marcación” estaba el “sistema”, que un día clavó su pica en nuestro fútbol —el caso Estudiantes— ya sabemos con qué resultado.
El “sistema”, según los doctrinarios del positivismo futbolístico es la culminación del practicismo. Desde luego, la eficacia también interesa. Si hay juego, el éxito es la meta. De lo contrario, en fútbol sobrarían los arcos. Pero, ¿valdrá la pena sacrificar el brillo de nuestro fútbol típico en beneficio de la eficacia que, según se dice, lleva implícito el método europeo?
Por otra parte, podemos negar esa mayor eficiencia como también la supuesta inoperancia del fútbol rioplatense.
Abundan los ejemplos, de ayer y de hoy, demostrativos de que los equipos de más alta jerarquía estilista son los más positivos y eficaces en las cifras.
SITUACIÓN ACTUAL
Si actualmente se nota un decrecimiento del rendimiento en líneas generales, no es el estilo esencialmente nuestro el que está fallando, sino las innovaciones que se le han introducido. Se ha perdido eficacia, en medida equivalente a la disminución del brillo espectacular. Pero aun hoy en día le basta a nuestro fútbol lo que todavía conserva de sus atributos esenciales, para no ser inferior en eficacia al de ninguna otra parte.
El campeonato mundial de 1950 lo probó. Ahí vimos fracasar lamentablemente al seleccionado inglés y al italiano, altas expresiones del sistemismo. Y vimos cómo el conjunto brasileño, que con brillo y virtuosismo goleaba al español, —ganador del británico— se estrellaba, impotente, frente al uruguayo. ¿Era este un cuadro poderoso, de figuras estelares? Nada de eso. Era una de las escuadras de menor relieve que haya enviado Uruguay a un campeonato. ¿Por qué triunfó? Porque sabía jugar, por su espontaneidad creadora, al margen de la calidad individual de cada uno de sus integrantes. Allí triunfó la técnica rioplatense, que con menor riqueza de valores, sometió a la brillante selección brasileña, que pulverizara al sistema encarnado en España y en Suecia. En ese campeonato mundial triunfó un estilo: el que nació, se desarrolló y adquirió jerarquía en las orillas del Plata. Y triunfó por medio de una representación que en ese momento, no era, podemos afirmarlo, su más alta expresión, pues el proceso del profesionalismo, ya había volcado entonces hacia el lado argentino, la superioridad rioplatense.
En 1954, el fútbol rioplatense otra vez estuvo sólo representado por Uruguay. No triunfó el seleccionado celeste en esa competencia, pero dividió honores con Hungría, la combinación más poderosa de Europa en la actualidad. Dividió honores, si, en los 90 minutos reglamentarios. Y si cayó batido, lo fué en el tiempo suplementario, que disputó con sólo 10 hombres y uno de ellos en inferioridad de condiciones. Y un año más tarde, en el sudamericano de 1955, la selección uruguaya era superada rotundamente por la argentina, que obtuvo el título.
Anteriormente, cuando los nuestros fueron batidos en Wembley, los “sistemistas” alzaron sus voces. Fueron acalladas en la cancha de River Plate un año más tarde.
DIVERSIDAD Y ASIMILACIÓN
Queda todavía un punto importantísimo a tenerse cuenta: ¿en qué medida es asimilable a nuestro fútbol una forma de juego nacida en medios de distinta característica temperamental? Aun admitiendo en dicha forma todas las bondades, ¿se conservarán esas bondades al ser transplantados y aplicados tales sistemas al ambiente argentino, cuyo elemento humano es de espíritu y de psicología distintos al del lugar de origen? El fútbol es un deporte colectivo profundamente enraizado en la masa del pueblo. Por eso, en mayor grado que en ningún otro deporte, el futbolístico constituye la expresión del genio popular y su estilo y modalidad distintivos, reflejan el temperamento y psicología del pueblo a que pertenecen. Reflejan y deben reflejar, porque de lo contrario ese estilo no será auténtico, legítimo, y la artificiosidad técnica, podrá lograr, por azar, un equipo excelente, pero este será una fuerza circunstancial y no el producto selecto de un standard real y permanente.
Cuando el fútbol fue ganando en la Argentina adeptos entre los criollos hasta constituir estos el elemento humano preponderante surgió, y no podía ser de otra manera, el estilo argentino, nítidamente diferenciado. Ese juego recibió el aporte popular, la sabia rica y fecunda del potrero, y así adquirió la vivacidad y el ingenio que le dieron su perfil peculiar, que lo distinguieron netamente. ¿Dónde, si no acá —o en la orilla de enfrente— podían surgir la “marianela”, la “bicicleta”, etc., que son la traducción futbolística de la “cachada”?
Así se desarrolló nuestro estilo futbolístico, y así llegó a adquirir la envergadura y jerarquía que tan alto lo elevaron. Por eso, porque recibió el aporte de la masa popular. ¿Puede ser favorable, entonces, la introducción de otro estilo, de otra forma, que muy poco o nada tiene que ver con nuestro temperamento?
Dejemos a nuestro fútbol su espontaneidad, de anarquía más aparente que real y fecundamente creadora. Dejémosle el adorno de su gambeta, supuestamente estéril, pero mucho más productiva de lo que algunos suponen. No pretendamos aprisionar al jugador en los rígidos moldes de sistemas mecanicistas que le impiden el libre desarrollo de su personalidad y de sus particulares aptitudes. Tales sistemas “enfrían” al fútbol, le roban su calor emocional. Y el fútbol, como práctica y como espectáculo, debe ser fundamentalmente eso: emoción. Y la emoción, para nosotros, está en todo eso que pretenden podarle las fórmulas rígidas, los sistemas esquemáticos.
ORDEN, ARMONÍA, ARTE Y CIENCIA
Esto no significa que estemos en contra de todo orden. En cuanto al orden, sabemos perfectamente que la eficacia y el brillo de un equipo serán mayores cuanto mayores sean su cohesión y armonía. Sobreentendido que no basta vestir a once jugadores con camisetas de un mismo color —aunque sean once cracks— para formar un equipo que merezca el nombre de tal. Pero una cosa es armonizar un equipo, hacer que sus integrantes se entiendan y complementen y otra muy distinta es atarlo a planes inflexibles. No negamos tampoco la necesidad de la táctica —que nada tiene que ver con “sistemas” y “métodos” predeterminados— pero la táctica debe surgir de lo que el conocimiento del adversario indique y si el adversario es desconocido, de lo que la misma acción señale como conveniente. Táctica que nunca debe ser rígida, sino flexible, dúctil, dejando libre, sin ataduras, la capacidad de iniciativa del jugador, el amplio desarrollo de su habilidad y de sus aptitudes.
Si el fútbol además de fútbol es otra cosa, esa cosa es más arte que ciencia. Es arabesco más que geometría o dibujo lineal. Puede que a veces el arabesco resulte un simple garabato. No importa. Otras muchas encerrará la jugada genial, maravillosa, que hace vibrar de emoción a la multitud y le provoca la grita jubilosa y el aplauso entusiasmado.
La individualidad no es desorden. Hay individualidad en una orquesta, donde cada uno toca su instrumento, pero tocando cada uno su instrumento, todos ejecutan la misma pieza. Y así tiene que ser un equipo: once individuos realizando una misma obra, cada uno con su estilo, con su personalidad, con su característica peculiar.
Cuando nuestro seleccionado fue batido en Wembley, una revista de Chile —medio donde, desafortunadamente para su fútbol, ha ganado muchos adeptos el “sistema”— dijo que ese resultado era el triunfo del fútbol organizado. Grave error de concepto. El fútbol criollo, el típico, no es desorganizado, es libre: permite la improvisación creadora. De ahí al desorden anárquico, media un abismo. Buenos Aires, en 1953, nos dio la razón*. Siendo hermoso, nuestro fútbol llegó a ser uno de los más poderosos del mundo. Pero más que ese poderío lo que arrastró a las multitudes a los estadios fue su belleza; ella la que lo convirtió en el deporte preferido del pueblo. La que tantas veces nos hizo vibrar de entusiasmada emoción con sus jugadas magníficas, sin sujeción a normas rígidas, sin encasillamientos sistemstas.
Todavía posee muchas de las virtudes que le dieron jerarquía y distinción, a pesar de los intentos innovadores, o mejor dicho reformadores, pues insistimos en que no hay tal innovación. No dejemos que lo atrofien, que lo conviertan en ese fútbol frío, mecanicista, sin alma. No importa que a veces pierda en una confrontación internacional, si sigue siendo el más lindo, el más galano, el más preciosista. Y ha de seguir siéndolo si no nos dejamos engañar por el señuelo de la supuesta eficiencia de técnicas que aún no han demostrado que la poseen.
*Se refiere a la famosa victoria por 3 a 1 de Argentina sobre Inglaterra el 14 de mayo de 1953 en cancha de River Plate.
Texto publicado en el tomo III Historia del Fútbol Argentino de Editorial Eiffel -1958
Juan Mora y Araujo fue un destacado periodista de la sección deportes del diario Clarín para el cual cubrió el Mundial de 1950. Trabajó también en el desaparecido diario Hoy y la revista chilena Estadio.