Aunque la tentación de liquidarlo o exaltarlo sobrevuela al siempre urgido periodismo deportivo, no parece justo formar una crítica alrededor de Giovanni Simeone. Y no lo es, como no sería justo evaluar un boceto de un artista antes de ver el cuadro terminado.
Gio es un juvenil que no completó su aprendizaje, es un crecimiento en proceso, las líneas del dibujo previas a la versión definitiva. Su breve excursión a la Primera de River es tan insuficiente para lanzar un juicio como sus goles errados en el Sub 20, o los convertidos, en tal caso. Apenas nos alcanza para formar una simpatía, una antipatía o una conjetura.
Lo único que podemos definir con certeza es lo que no será: no será Maradona, por ejemplo, ni el Kun Agüero, esos talentos precoces que a los 15 años demostraban un dominio de pelota y de concepto que Gio, a sus 19, no está cerca de manejar. Ni siquiera parece tener las dotes para transformarse en Ángel Correa, delantero contemporáneo y de su misma edad que se mezcla en los circuitos de juego con una facilidad de la que Gio carece.
Y entonces aparece la duda. Porque Simeone –su apellido no lo ayuda porque lo arroja a una fama anterior a la que despierta el interés por su rendimiento, y una sospecha de que llegó rápido a primera por parentezco y no por mérito- tiene un modelo de juego que encaja con el que tenían otros futbolistas que vivían para el gol, aunque su contundencia no lo acompañe. Es un goleador que erra goles. Los hace, también, es cierto, y hasta se obsesiona con ellos. Pero su obsesión lo lleva al nervio y lo lleva a errar.
Claro, si tuviera 28 años probablemente sería un caso perdido. Pero tiene un valor que aumenta su potencial: tiempo.
Hay que esperar a Simeone porque no es un negado, porque posee aptitudes naturales que no se compran en el supermercado y difícilmente se adquieran con voluntad y esfuerzo –como la velocidad, potencia de remate, buena capacidad de salto- y le faltan otras que pueden practicarse o perfeccionarse con la práctica: puntería, claridad, tranquilidad a la hora de definir.
El tiempo dirá qué sucede con él: si en lugar de tirar todas las pelotas hacia adelante comienza a jugar de espaldas a un toque para combinarse con los volantes que llegan, si logra hacer la pausa para esperar a un compañero que pase, si mira al arquero para definir con mejor dirección, si tira diagonales útiles para arrastrar marcas o para anunciarle el pase al portador de pelota, entonces puede convertirse en más que un goleador: puede llegar a ser un muy buen futbolista.
También puede perderse en el océano de su capacidad atlética. Esto ocurrirá, sin más, si no agrega algunos componentes técnicos a sus virtudes en crudo. Y sería duro para él, porque podría convertirse en un hombre resistido o hasta burlado como ese otro jugador de físico completo y temporadas enteras en la titularidad de River, Rogelio Funes Mori (que en un solo día le hizo tres goles a Racing e igual fue el hazmerreír de un país futboleramente condenatorio).
Hay un punto intermedio: que afine su puntería y gane algo de oficio para moverse en la cercanía del área. Entonces se convertirá en un goleador. Como Batistuta, por ejemplo. Y si dicho así parece risiblemente exagerado, piensen en el arranque del Bati en su carrera. Y piensen en cómo parecía apenas un joven delantero atolondrado, que le pegaba fuerte pero la tiraba afuera, y despertaba la tentación de liquidarlo o de dejarlo ir a cualquier otro club. Incluso a Boca.