Alina Moine es prenda de unidad. Ninguna campaña del Estado, ninguna homilía papal, ningún abrazo entre Angelici y D´Onofrio conseguiría semejante coincidencia aun entre los más enconados adversarios. Sólo ella. Así como todos los ladrones están enamorados de Rosita, según el verso célebre de González Tuñón, todos los futboleros y no tanto (¿debo decir todos los varones que habitan suelo argentino?) están enamorados de Alina.
Bueno, quizá no sea amor lo que les hace subir la temperatura cuando sus piernas infinitas, decoradas con una falda ínfima, dominan la pantalla. Me animaría a decir que es más que amor: deslumbramiento, idolatría, devoción… En fin, formas paganas del éxtasis; un camino alternativo al misticismo.
Y todo esto por qué. Fácil: sus piernas (lo acabo de decir, pero merecen un bis), sus ojazos, su sonrisa de treinta y dos dientes, los afiches de Selú, sus vestidos ceñidos, su porte atlético vaporizado de sensualidad. Podría seguir. Y en los últimos lugares, destacaría sus conocimientos deportivos y su capacidad para la conducción. Pero lo diría para simular corrección política. ¿A quién le importa qué opina Alina sobre el Tata Martino?
Pongamos en práctica un famoso test: piensen, queridos lectores, en cualquier cosa menos en un elefante verde… Por supuesto, sólo pensaron en un elefante verde. Cómo orientar los sentidos hacia las observaciones de Alina cuando su voluntad seductora, sus minis, sus escotes, sus tacos y su paso de tigresa obnubilan hasta al espectador más moderado.
Qué pasaría si el presentador del parte meteorológico fuera igual a Brad Pitt y sólo luciera un shorcito de lycra y decenas de tatuajes en sus brazos de leñador. Ninguna dama escucharía sus pronósticos aunque predijera un tsunami.
En la televisión las chicas valen más por su carnadura que por sus ideas. Los varones, en cambio, cuentan con licencia para exhibir rollos y papada, aun cuando no lo compensen con una lucidez de excepción.
Quizá Moine no perdería un átomo de su belleza si se postulara como una periodista antes que como un fetiche sexual. Si, en lugar de adelantar por Twitter el atuendo que usará en Fútbol Permitido, bajara línea sobre lo sucedido en la fecha. Lucir como una modelo lanzada a caldear la pasarela nos alegra el ojo, claro. Pero también dispara algunos interrogantes sobre qué tipo de reconocimiento se busca.
Es cierto que si enarbolara su aparato conceptual y no su prodigioso lomo como carta de presentación, probablemente no tendría el mismo éxito. No porque le falten inteligencia y conocimientos, que los acredita con creces, sino porque en la televisión las chicas valen más por su carnadura que por sus ideas. Los varones, en cambio, cuentan con licencia para exhibir rollos y papada, aun cuando no lo compensen con una lucidez de excepción.
Es un dilema el de Alina. Cuanto más zorra, más taquillera. Y más consagrada a la lógica del macho, que sólo acepta la presencia femenina en su coto futbolero si no supera el rango ornamental. Como una porrista con micrófono.