La buena noticia después de la derrota es que estamos mejor que hace veinticuatro años. Argentina perdió un partido que estuvo muy cerca de ganar y eso es difícil de asimilar. Pero en el balance final son muchas las razones que nos permiten sacar conclusiones positivas de este proceso. Casi todas esas razones tienen que ver con el estilo de conducción que supo proponer Alejandro Sabella. El bajo perfil del entrenador argentino, su poca disposición para entrar en polémicas inocuas con la prensa rastrera, lo pusieron desde el comienzo en una situación de fragilidad ante la opinión pública. En general a la prensa deportiva siempre le costó desentrañar el pensamiento futbolero de Sabella. No hablamos de compartirlo, sino de intentar comprenderlo.
El entrenador argentino siempre desorientó a quienes quisieron encasillarlo utilizando los arcaicos parámetros del Bilardismo-Menottismo. Sabella se formó en la exquisita escuela riverplatense en una época dorada. Jugó en Inglaterra, en equipos chicos condenados al fracaso. Jugó y brilló en un Estudiantes entrenado por Bilardo, donde sobraban jugadores de excelente pie. Fue lugarteniente de Passarella, un líder autoritario hasta lo caricaturesco, que entre otras cosas, temiendo peligrosos desvíos, mandaba a cortar el pelo a sus jugadores. Sabella, por suerte, parece encarnar una síntesis de todas aquellas experiencias y por lo tanto entiende que la conducción es un arte arduo y complejo y lo ejerce en consecuencia.
Hubo problemas, imponderables, casualidades, fatalidades. La historia del fútbol se escribe con esas palabras. A Sabella se le reclamaba entre otras cosas, que buscara soluciones para que un equipo con cuatro delanteros imparables no presentara ventajas defensivas. Un pensamiento muy ramplón logró instalarse: vamos a ganar todos los partidos 6 a 5. Cuando el entrenador demostró estar trabajando en busca de aquel famoso equilibrio, se le enrostró su filiación pincharrata y se lo acusó de cobarde. Se cuestionó su autoridad ante los jugadores, lo cual define toda una ideología del mainstream futbolero argentino: se hablaba de autoridad, no de ascendencia.
Alejandro Sabella estuvo por encima de toda ese medio pelo. En un contexto político complejo, no dudó en dejar claro cuál fue su historia y cuál es su pensamiento. Seguramente se equivocó en algún cambio, seguramente cometió más de un error. Pero condujo un grupo de jugadores de elite con cuidados y cariño casi paternal y lo que pudo haber sido una hoguera de vanidades fue un verdadero equipo que dio la razón a aquella frase de Alfredo Di Stefano que nunca un jugador es mejor que todos juntos. El héroe colectivo, solidario, tan en sintonía con la etapa que vivimos, se encarnó en forma concreta en el equipo argentino. Cada jugador lleva en su camiseta su número y también el de todos sus compañeros, dijo Sabella. La patria es el otro.
Hace veinticuatro años jugamos una final del mundo que, con toda sinceridad, hoy da un poco de vergüenza volver a ver. Dos expulsados, violencia, llanto constante, victimización, nada de fútbol. Un entrenador que desde entonces no logra terminar una frase coherente y que tira a la basura la medalla que representa el esfuerzo de su equipo. Después de eso no quedó nada, pasaron veinticuatro años llenos de vacíos.
Ayer, después que sus jugadores presenciaran con respeto e hidalguía la entrega de la copa a los alemanes, sin lloriqueos demagógicos, sin victimizarse, sin colgarse de un penal no sancionado para explicar la derrota; después de que Messi confesara que el trofeo que le dio la FIFA le importa bastante poco; después de que Mascherano agradeciera el apoyo y confesara que este dolor durará toda la vida, Alejandro Sabella fue a conferencia de prensa con su medalla de subcampeón colgada en el pecho. Ése es su mensaje. Eso es lo que suma su gestión a la gloriosa historia del fútbol argentino.