Una eliminación de Barcelona -por infrecuente, porque los catalanes son, desde hace más de una década, el centro del fútbol- deja secuelas duraderas que el periodismo se empeña en extender, reformular, hallarle el costado escandaloso.
Ya el colega Mumo Didonato, en una bella nota, previno a los tremendistas en este mismo espacio. El milagro ante el PSG justifica un hermoso recuerdo de esta Champions, dice. Se trata de un mojón en la vida del club, un clímax que compensa con creces la amargura ante Juventus.
No obstante, los comentarios sobre el fin de ciclo resonaron en las editoriales de los expertos. En especial de este lado del océano, donde, por tener un delegado estelar en el equipo –y reputado como el mejor del mundo además– nos creemos parte del asunto. Una afición y un coro de analistas autorizados a evaluar al Barça. Quizá no tanto por simpatía y sintonía futbolística, sino como hacedores vicarios de sus glorias recientes. Los amigos del campeón. Algo así.
A días de la hazaña ante el PSG, los críticos decretan la cesantía forzosa de un equipo que lo ganó todo y que llegó a jugar mejor que ninguno. ¿Cuál es el argumento? ¿Que fue eliminado? ¿Que sus grandes figuras no brillaron como de costumbre? ¿Qué Messi ya no es aquel (ninguno es aquel)? Si algunos de los remates que pasaron a centímetros de los palos de Buffon se hubieran metido, quizá estaríamos hablando de otra cosa. Pero como no entraron, nos toca hablar de esto. De la muerte sentenciada por un empate y un rendimiento dignísimo que, claro, pareció deslucido en comparación con las alturas sinfónicas de los días dorados.
No hay que remontarse demasiado en el tiempo para toparse con un pronóstico idéntico. Fue en semifinales de la Champions de 2013, cuando el Bayern Munich le clavó un 7-0 global. Pero casi todos se equivocaron. Los agoreros y los psicólogos aficionados que observaban una libido moribunda en el plantel. Al igual que los cavernícolas que veían en el Barcelona manierismo y perdición y festejaban su derrumbe. Casi todos.
Dos años más tarde, ya con Luis Enrique en la banca, el universo recuperó el orden que parecía perdido. El Barça obtuvo la triple corona (Champions, liga y Copa de España) y, en las semifinales del torneo continental, se tomó revancha directa de su verdugo y aspirante a sucesor, eliminando al Bayern con aquel célebre golazo de Leo que descoyuntó a Boateng.
Aunque insuflado de lujos por la imaginación de su tridente sudamericano, el Barça era distinto. Lo fue desde entonces. Había resignado arte y pureza doctrinaria (hay tribunales que no perdonarán jamás este renuncio). Y se daba permisos inéditos: tiraba centros, cedía posesión. Dejó de lado la pretensión de fundar un lenguaje revolucionario –y defenderlo cada domingo como se defiende una tesis doctoral– para ser nada más que un enorme equipo. Competitivo, profesional y desbordante de talento. Es decir, a escala humana.
Como una banda prodigiosa que no conociera restricciones técnicas ni creativas, Barcelona ha comenzado a tocar –desde hace unos años– partituras nuevas. Ritmos desconocidos, modulaciones desafiantes. Simplemente para mudar de piel, para reinventarse. Para encontrarle la gracia a la rutina de acopiar trofeos. Ser genial también aburre, desgasta.
Quizá no es el fin lo que se avecina, sino la obligatoriedad de la trasformación. Patear al caído es un ejercicio presuntamente taquillero de cierto periodismo. Aunque dista mucho de ser una lectura realista de la actualidad de Barcelona.