Algo se había roto aquella calurosa noche de New Jersey. La derrota contra Chile en la final de la Copa América Centenario fue más que una frustración deportiva. Fue la confirmación empírica de que esta generación de la Selección Argentina jamás se libraría de la ley de Murphy. Todo lo que nos pudiera salir mal, va a salir mal. La certidumbre del fracaso dinamitó los cimientos de un grupo de jugadores que, con Lionel Messi como líder absoluto, supo competir entre los mejores desde las divisiones juveniles. Hoy, más de un año después, se dio el primer paso para arreglar lo que se rompió en el MetLife Stadium.
Dos cambios de entrenador, renuncias masivas que después no fueron tales, lágrimas de Messi ante las cámaras y en soledad, tres presidentes de la AFA, decenas de esquemas tácticos, una suspensión de oficio, rivales que ganan puntos en el escritorio, el TAS a punto de fallar a favor pero no, horas y horas perdidas en discusiones estériles acerca de nimiedades tales como el estadio, veda comunicacional, enojo con los putos periodistas, pocos goles propios y muchos rivales. Fueron 16 meses nefastos para la Selección Argentina. Comenzaron con el penal errado y terminaron con el insólito gol de Ecuador a los 40 segundos. Ahora empezó otra historia.
El ícono de este período de penurias fue Lionel Messi. El hombre más importante del fútbol argentino en las últimas décadas, el máximo exponente de lo mejor de nuestro fútbol. Fue símbolo del mal momento y también víctima. Porque ningún futbolista en la historia (quizás no sólo de nuestro país) hizo tanto por un seleccionado sin la posibilidad de ser premiado. Por destino, por mala suerte, por incapacidad de compañeros y cuerpos técnicos. Messi siempre tiene que correr cuesta arriba. Aún hoy, más de una década después de haber tomado la decisión de representar a Argentina, todavía debe rendir cuentas. No sólo a los putos periodistas, sino a una significativa parte del pueblo.
El partido en Quito puede ser un punto de quiebre en la relación de Messi con esa porción de la sociedad nacional. No hace falta hacer generalizaciones vacías para afirmar que muchos argentinos aún hoy miran de reojo al astro rosarino. Lo tratan como un héroe ajeno, como un extranjero que viene sin ganas y se va en silencio. Cada vez serán menos, pero todos conocemos al menos uno. No se sabe bien qué esperan de él y quizás ni ellos lo sepan bien, pero andan por ahí, esperando las situaciones límites para expresar su incomprensible decepción.
El otro día, en un partido con la carga emotiva de una Copa del Mundo, Messi brilló como él sólo puede hacerlo y ya no puede haber nadie que lo discuta. No puede haber. Por eso esta victoria tiene semejante trascendencia. No por el simple hecho de haberle ganado a un rival muy pobre y haber clasificado a un Mundial que en un momento se vio lejano. No, la importancia va más allá de los tres puntos y el pasaje. Está ligada a una certidumbre popular: ya todos comprobamos que Messi está ahí para salvarnos.
El pueblo busca la salvación. La busca en líderes políticos, en símbolos religiosos, en equipos de fútbol. Sálvanos del mal. Como nos salvó Diego. Para que Messi sea elevado a la categoría de Dios, necesitaba salvarnos. Y en Quito lo hizo. Fue Maradona, Gareca, Passarella y Palermo al mismo tiempo. Nos salvó de la ignominia de mirar una Copa del Mundo ajena.
Es fácil decir que Argentina entró a Rusia 2018 por la ventana, pero es incorrecto. Argentina llega con ventaja porque ya jugó un partido del Mundial. Porque el impulso de este triunfo balsámico puede durar hasta el 14 de junio, cuando Messi salga a algún estadio de la vasta Rusia vestido de santo.