El Barcelona de Edgardo Bauza derrotó ayer por 3-2 al Real Madrid en el Santiago Bernabéu con dos goles de Lionel Messi, el último en el segundo minuto de descuento, y alcanzó en la cima del campeonato al equipo de Zinedine Zidane, que aún debe saldar un encuentro que se aplazó hace dos meses, contra el Celta del argentino Eduardo Berizzo, en Vigo.

Una década nos hemos pasado soñando, planteando, dudando, delirando con que la Selección juegue como Barcelona que -un día- Barcelona se argentinizó: sin mediocampo, corriendo a los rivales desde atrás, con Busquets hecho Brítez Ojeda y con un técnico que no pone nunca al 3 titular y cuando lo hace es porque se juega el Clásico (y el 3 mete la asistencia del último gol). Con Alcácer, que acaso ganó uno de esos concursos que lanzan los bancos para patear desde la mitad de la cancha pero como los de Catalunya son más osados, el premio es jugar de titular. El Barcelona fue un rioplatense ajado, un vagabundo que al final de la noche encontró otra vida porque Messi lo asistió estatalmente y porque jugó de falso 9, falso 5, falso 10. El apático, el aislado, el frío, el fenómeno que cuando viene la mala no se pone el equipo al hombro jamás ya no es un ariete sino un enganche fantasmal, un tipo que pasó de trotar ocho kilómetros por partido a hacer horas extras justo a la edad en la que el 85% de la población empieza a engordar.

messi3“En la Argentina te agarran del brazo, te meten la mano, y acá, fíjate, ¿lo viste recién a Modric? Ni lo tocó a Messi; acá te dejan pasar: ésa es la diferencia entre nuestro fútbol y el español”, tronó el relator de la transmisión de Cablevisión. A los dos minutos -a los dos- Marcelo quiso averiguar si era cierta la tesis que millones de aficionados argentinos se plantearon con Lionel: que no tiene sangre, grupo, factor. Pelota larga, dividida, codazo. Caída al suelo, prueba, contraprueba, nervios, tensión: tenía. Después, el petiso canchero jugó unos minutos mordiendo una gasa, no sólo facilitándole el partido a sus compañeros sino a nosotros también: con esa imagen, las analogías entre un partido de fútbol y una guerra son más sencillas de escribir. Es más: en el festejo del primer gol la abuela Celia vio que su nieto tenía algo blanco, medio nuboso, en un mano. “Una gasa”, se asombró. Para el próximo capítulo, al enganche sólo le reclamaremos el hombro derecho del Tata Brown.

De contar con una isla de edición, un estudio de televisión y un presentador el párrafo que viene ahora debería ser un hermoso video, pero como acá somos viejos y aburridos lo vamos a escribir. Miren de nuevo el primer gol. Miren a Carvajal. Lo que hizo es para congelar la imagen, editarlo, cortarlo e instaurar ese paso en los boliches del inminente verano catalán. Messi recibe el pase de Iniesta y la asistencia testimonial de Suárez, que se abre de piernas y la deja pasar, y se gambetea a Modric adelantándola un poquito, un poquito nomás. Carvajal está de frente y entiende que el mundo es todo de él. Pocos placeres tan enormes como ése para un defensor: dar un paso adelante, ajustar la distancia con el penúltimo hombre, calcular que el rival llegará desarmado, saber que el futuro es algo que se puede adivinar. Sin flexionar la rodilla -una virtud que había patentado el Flaco Schiavi- la revienta, pero Messi viaja en el tiempo y lo deja como un adulto que nunca jugó a la pelota y le tiran picando una, a ver qué onda, por primera vez. Cómo le pifia y cómo se da vuelta Carvajal mientras Messi define ante Navas es genial. Parecía otro cliente que había ganado el sorteo del Banco Santander.

Además de empatar el partido, cubrirles la jornada laboral a Iniesta y Rakitic y ganar el duelo en el minuto final, el capitán de la Argentina escribió un ensayo sobre la comunicación. “El nivel de Messi preocupa al Barcelona y la Selección” fue el zócalo top en canales, columnas y noticieros deportivos apenas la Juventus eliminó de la Champions al campeón español. Sin indignarse ni patear al caído -que en este caso son los productores que idearon o permitieron un enfoque así- la pregunta es por qué apurarse, con qué necesidad. Alejandro Caravario y Mumo Didonato han escrito dos notas, acá, sobre este tema. “Los periodistas no estamos obligados a actuar en milésimas de segundo”, planteó el periodista Federico Bassahún en un ensayo de una revista libro que se llama Don Julio y que tituló “La duda”. El ensayo de Messi no es entonces para que nos hagamos los antiimperialistas de los medios sino para advertir del peligro que generan las palabras, cuyo primer efecto es generar una ficción. Apurarse, exagerar, catapultar un discurso que sólo sirve para que el espectador o el lector no se vaya tiene una consecuencia que puede ser mortal: que el espectador o el lector que no se ha ido se acostumbre a apurarse, a exagerar. Es el efecto de la ficción. Es la primera violencia de todas, la oral. Después, las palabras dan la vuelta y el panelista se asombra porque un hincha de 25 años se desgañita insultando por cualquier cosa a Agüero o Higuaín.

Y menos mal que los alemanes son más ubicados y sensatos que nosotros, porque si Ter Stegen hubiera sido argentino ya le habríamos dedicado un suplemento sólo a él. Cada página, la crónica de una atajada. A Cristiano Ronaldo, que le pegó como José Tiburcio Serrizuela, abajo, al segundo palo. A Kross, que le apuntó al primero, desde afuera del área, apenas comenzó la parte final. A Benzema, que le cabeceó con morfina, de sobre pique y en el área chica, y a Asensio, a su zurdazo bajo y criminal. Lo único que habría que solucionar sería el financiamiento, porque sería un suplemento de 82 páginas. Debe ser la misma cantidad de notas que se escribieron sobre Messi (sólo en Buenos Aires) entre ayer y hoy.