Me pareció admirable la dignidad con que la Selección de Sabella afrontó la adversidad y la derrota (tuvo la valentía más difícil), así como su esfuerzo coordinado, solidario.
De todos modos, creo que se exagera la nota cuando, con el envión del subcampeonato –un exitazo, si se repasa la historia reciente de Argentina en los Mundiales–, proliferan las lecturas simbólicas de tono patriótico.
Según algunas interpretaciones recurrentes, la Selección expresaría una serie de valores positivos de los argentinos, los rasgos dominantes de la nacionalidad.
Esta clase de mezcla es la que induce a pensar que fútbol y política se reflejan espontáneamente. Que lo que ocurre en un territorio repercute de inmediato en el contiguo. A pesar de que abundan las muestras de que a los gobiernos les resulta muy difícil capitalizar los triunfos de sus atletas.
Alguna vez, los mismos fervorosos hinchas que celebraron el título mundial de 1986 junto a Raúl Alfonsín, a los pocos meses lo reprobaron en las urnas.
Existe un nacionalismo deportivo, y su acicate son los Mundiales. Pero ese nacionalismo está escindido de los avatares a los que se aboca la política. Un caso nítido y casi grotesco es el Mundial de 1982. Mientras en el Atlántico Sur se desarrollaba una guerra, los jugadores de la Selección se presentaban en la Copa del Mundo de España (y el público la seguía con la atención intacta), como si la emergencia, la proximidad de la muerte y del desastre no contaminaran la república del fútbol.
El 13 de junio, a pocas horas de la rendición en las islas, el equipo dirigido por Menotti hizo su debut, con derrota, frente a Bélgica. Una Argentina y la otra hacían su vida, completamente dispar, en paralelo.
¿O fue que, como nunca, se hizo patente el carácter de espejismo bélico, de representación incruenta de la guerra que se le atribuye al fútbol? En tal caso, el nacionalismo repentino que embarga a los hinchas también es una ficción, una metáfora. El famoso “Brasil, decime que se siente” no verbaliza un brote xenófobo; forma parte del gran repertorio de chicanas futboleras. El enemigo ocupa el perímetro de la cancha, no es la nación vecina.
De igual modo, el himno que se corea como un mantra en la tribuna, lejos de las sagradas invocaciones que contienen los versos de López y Planes y los acordes de Blas Parera, es una adaptación hecha en la tribuna para alentar al equipo y pautar el ritmo al que se revolean los trapos. No se canta el himno, sino un estribillo ritual que precede al partido. Aunque nuestra Selección se llama Argentina, no es lo mismo que el país.
Exigirles ejemplaridad moral a los futbolistas es una estupidez. Sólo las marcas que los tienen de modelos pueden aspirar a semejante despropósito. Así como erigirlos en portadores de las grandes cualidades nacionales –cualidades que estaban allí, como células dormidas, y ellos supieron rescatar del fondo del olvido– suena a cháchara solemne, consecuencia del mareo que produce el podio.
Por lo demás, nuestros embajadores futbolísticos son ciudadanos del mundo. Messi, el primero, formado desde adolescente en Barcelona. La Selección se armó con la elite argentina que trabaja en Europa. Las estrellas más capacitadas para vestir la celeste y blanca, no por su raigambre criolla, sino por su estatura profesional, propia de las ligas más ricas del planeta. Ninguna tradición cultural argentina moldeó a este equipo; no hay una huella que reconozcamos vitalizada –y honrada– por estos jugadores. Para ellos, la patria es el fútbol, como para otros lo es la lengua o la infancia.
A los seleccionados argentinos, como a cualquier equipo, sólo hay que pedirles que jueguen bien y que observen una conducta deportiva noble. El plantel de Sabella, al parecer, alcanzó una unidad propia de las familias italianas. Bien por ellos. Pero si el trato no supera la amabilidad reglamentaria que surge entre colegas, lo mismo da. El arte y el mérito se consiguen con la pelota. Los grandes equipos suelen ser más interesantes que los ejemplos morales.