En diciembre fue la Sudamericana, en febrero la Recopa, y esta semana, en la noche del miércoles, el River de Gallardo se hará de un título más: “Fracaso: River afuera de la Copa”, o “Adentro, manito: River ganó y el empate de Tigres lo metió en octavos”, son -y serán- las alternativas que escribirán los diarios, gritarán las radios y hará omnipresente la televisión. Hay jornadas cuyas crónicas pueden escribirse antes: la de Juan Aurich-Tigres y River-San José es una de ellas. A un texto le corresponderá una tribu de adjetivos, y al otro, su revés. La tormenta estará hecha de una o dos palabras. Lo que sucedió -los hechos que construyeron la noticia- jamás importará.

Gallardo nos ha exigido que veamos a su River como un equipo de hechos, más que de resultados. Pudo haber ganado, empatado o perdido pero siempre nos detalló en qué se equivocó, por qué no le gustó pese a que sus jugadores habían desplegado durante diez, veinte o treinta minutos un fútbol por el que otros equipos sacrificarían a su arquero y un marcador central. Hasta el rival ha parecido a veces una cláusula narrativa. La misión -piensa Gallardo- está en otro lado, en sí mismo y tiempo atrás: volver al River supersónico que jugó entre agosto y septiembre del año pasado, hace treinta y seis partidos ya. Hace treinta y seis partidos -desde aquel 1-1 contra Arsenal, por la 7ma fecha del Campeonato de Primera División- que River juega mirándose en un River que desapareció. Hace diecinueve victorias, catorce empates y tres derrotas que Gallardo es un crítico de arte al que sólo lo conforma la genialidad: aquella genialidad. Maquillaje podría haber hecho algo mejor con él: acentuarle las ojeras, lograr una cara más oscura, falcionesca quizá. Pero -mientras tanto- sus jugadores han desarrollado un talento que no tiene ningún equipo que vive a la caza de un fútbol así: el carácter, la tozudez. La valentía de errar mil pases y volverlos a intentar.

El River de Gallardo sabe como nadie lo que es el fracaso: quiere presionar siempre, triangular siempre, rotar siempre, tenerla siempre, atacar siempre, y la mayoría de las veces (¿cuántas jugadas caben en un partido?) no lo puede lograr. Pero lo peligroso de Sánchez, Rojas, Teo, Mora y Pisculichi es que siempre -siempre- lo vuelven a intentar. Ya durante el 2014 este nuevo River se había hecho de casi todas las palabras que el club -históricamente- desdeñó: convencimiento, carácter, inteligencia, paciencia, defensa, suerte, fortaleza, frialdad. Aun buscando al River histórico, el equipo de Gallardo se escapó de la poesía suicida de los noventa, entendió que la belleza también puede aprender a sobrevivir. En el viejo relato, River bailaba o lo goleaban, generalmente en México o Brasil. Ortega, Francescoli y Salas eran la gala o el suicidio, la nada o el champán. En el campeón sudamericano confluyen ahora once tipos que se acostumbraron a pensar lo mismo -al mismo tiempo- y que entienden que en un partido o una serie se puede ser cuatro o cinco equipos a la vez: se puede ser conservador en el 0-0 de la Bombonera y valiente en el segundo tiempo -en Colombia- contra Atlético Nacional, se puede liquidar a Estudiantes con dos centros y conquistar la copa con dos cabezazos más, se puede bailar a San Lorenzo en la Recopa después de un verano fatal. Como el alien de Space Jam, que absorbía los poderes de Jordan, Barkley, Ewing y era todos a la vez, este River se ha hecho del relato de los demás: a veces fue Boca y a veces Estudiantes, ha tenido tics del viejo Independiente y los nervios que conoció en la B. Con Gallardo, destrozó el único espejo que le conocíamos. River se hizo más poderoso. Se resignificó.

Pero lo único que importará será el título del jueves. Como los periodistas escribimos desde el olvido y para el olvido, contaremos lo que sucedió ayer, obviando el anteayer. Por suerte, Gallardo y River ya tienen claro qué harán al otro día: jugar; pase lo que pase, siempre jugar.