Cuando se retiran jugadores de la talla de Riquelme, los futboleros experimentan un duelo. La trágica sensación de que algo insustituible se ha perdido. Ergo, el daño es irreparable. Luego, con la sucesión de domingos soleados, emergentes promesas juveniles y partidos ganados, la melancolía se supera. Y la vida continúa. Si pudimos absorber el lento declive de Diego hasta su adiós formal, podemos sobrellevarlo todo.

No voy a referirme a la despedida de Román pues ya lo hice días pasados. Además, no me considero un damnificado directo (con el debido respeto al crack, jamás he sido un apasionado de su juego). Pero mi memoria asoció de inmediato un momento de similar tristeza: el retiro de un prócer más antiguo: Ricardo Bochini, el Bocha.

bocha saludoHombre de una sola camiseta, su carrera íntegra transcurrió en Independiente. Y aunque su enorme jerarquía lo habilitaba para jugar en cualquier club del planeta, todos sabíamos que no se iría nunca de Avellaneda. Había sido depositado allí por el destino. Y su interés no parecía enfocado a colmar de lujos una vida de personaje famoso, sino a satisfacer algún desafío personal o a cumplir con un cometido que lo excedía. Como los héroes clásicos y los santos.

Aun erigido en el máximo ídolo del Rojo, fue el revés exacto de un ícono del fútbol. Esmirriado, calvo, serio al límite de la antipatía, desinteresado por la opinión de la tribuna y escurridizo voluntariamente al star system, podría decirse que reunía las condiciones ideales para cosechar indiferencia y hasta irritación.

Pero claro, estaba su genialidad. Su inefable modo de ser el centro de la escena (un modo tímido). De hacer jugar a los demás, al punto de prohijar un adjetivo (bochinesco) para describir el pase perfecto. Y aunque no era goleador, se cansó de hacer los goles importantes. Los que ganan campeonatos. Tampoco pateaba tiros libres ni penales y no cabeceaba. Era un diez contra natura. Ensimismado en la gambeta picante y, ya en la madurez, en los toques magistrales que horadaban la defensa más pintada. Había algo disfuncional en su talento. Bochini, de alguna manera, no encajaba en ese mundo. Sobrevivió recreándolo a la medida de su genio silencioso y distante. Allí donde sólo había espectacularidad, él introdujo la sutileza, la complejidad de la belleza.

El Bocha cumplía cabalmente con eso del jugador único. Del fenómeno, el freak. Por lo tanto, su adiós al cabo de veinte temporadas en la primera de Independiente fue un golpe al corazón. Significaba afrontar una ausencia estrepitosa. Un fútbol desmejorado, insulso. Yo quería ver a Bochini en la cancha, con sus medias de algodón decoloradas por el uso, distintas a las más modernas de sus compañeros. Verlo simplemente. Saber que estaba entre los veintidós. Aunque no la tocara, el partido adoptaba un sentido más intenso.

Creo que logré superarlo porque no soy hincha de Independiente. Pero tiempo después (a los dos, cinco o diez años, no lo sé exactamente ni tiene relevancia), hubo una notica que me impactó más que el retiro: el Bocha había formado una familia. Luego de una vida de empedernido celibato, se había casado y esperaba un hijo o ya lo había tenido. Fuera de la cancha, Bochini había sido igualmente singular, un rebelde genuino renuente a las instituciones más transitadas. La seguridad conyugal (con su riesgo de tedio), acatada en forma precoz por todos sus colegas, el Bocha la había canjeado por la libertad del cazador solitario. Incapaz de una doble moral careta y tribunera, el Bocha apostó a su ética de solterón, con sus discretos recreos de lujuria. Sin aspavientos, sin dobleces ni ficciones hogareñas, jugó su juego con honestidad y valentía. Como encaraba los clásicos.

No me opongo al nido tibio de la familia. Qué va. Pero en el caso de Bochini me sonó a rendición. Quizá sin el fútbol se sintió descentrado, indefenso. Y claudicó. Sin el espejo donde veía a un dios ermitaño, se avino a la vulgaridad de los humanos.

Alguien podría contrarrestar que, enamorado y padre fue mucho más feliz. Como si eso sirviera de consuelo.