En un fútbol que ha cosechado centenares de muertes, hay que decir que el atentado de la Bombonera fue, en términos de daños físicos y materiales, insignificante. La irritación en los ojos y la erupción cutánea de los jugadores agredidos y un agujero en la manga inflable. Apenas eso.
La gran repercusión obedece a la magnitud del partido y, cabe pensar, a la demostración palmaria del poder de las patotas, en contraste con la fragilidad de ese supuesto megashow que, ahora lo comprobamos, está atado con alambre.
La refinada organización de la barra, capaz de sincronizar el ataque en el exacto momento en que pasaban los jugadores de River (gracias a un informante en los vestuarios, ¿cómo si no?) con un mínimo de recursos (un puñado de hinchas) es lo que causa pasmo. La presencia de un compuesto químico con resonancias bélicas remite a una elaboración paciente, de expertos, y completa el cuadro del asombro.
Pero no quería referirme a la compleja trama de la violencia y tampoco a los detalles de la Operación Pimienta, sino al creciente lugar que han tenido los habitantes de la tribuna en las últimas décadas.
Es cierto que los dirigentes han sido sus grandes socios en este proceso, pero también existe una valoración protagónica del hincha, alentada en buena medida desde los micrófonos, que ha contribuido a encumbrarlo como el dueño del domingo.
Sin forzar la memoria recordaremos, por ejemplo, un programa dedicado a las hinchadas. Sus hábitos, sus personajes, sus hits. De a poco –o de a mucho– se instaló la idea de que, como pretende la Doce desde su propio nombre, los hinchas son tan importantes como los jugadores.
Aportan el color, la pasión, el clima indispensable para que el fútbol tenga un sentido pleno. Por lo menos, en la Argentina. De modo que las barras, en lugar celebrar a su equipo, cantan loas a sí mismas, hacen autobombo, jactancia de coraje y lealtad. Se fomenta una cultura del aguante, del fervor ciego. Precisamente en los síntomas del fanatismo demencial residiría la apoteosis del fútbol.
Es probable que, alguna vez, ante partidos que persistían en la mediocridad, sin la menor emoción ni resquicio para el comentario, las hinchadas hayan disimulado la tristeza del juego. Pero luego hubo una inversión de roles y el interés del fútbol pasó a depender de la temperatura de la tribuna. De la convocatoria, el duelo de hinchadas, las banderas, los papelitos, los fuegos artificiales.
La respiración artificial, más que revivir al moribundo, le arruinó los pulmones. Habida cuenta de que el culto a la popular apaña la violencia y de que lo más interesante del fútbol no se encuentra en los escalones de cemento sino en la verde hierba, proponemos un desafío. A los periodistas en general y a los que se travisten de hinchas como diligencia del marketing en particular.
El reto se inspira en el cine. Hace dos décadas, el director danés Lars von Trier lideró el movimiento llamado Dogma 95, cuyo manifiesto ponía el acento en las restricciones a la hora de rodar una película. Abjuraba de los rebusques tecnológicos, de la música, de los créditos de autoría, imponía el uso exclusivo de la cámara en mano… En fin, el danés prohibía a troche y moche. Pero el ánimo censor –que en el fondo era un juego, una contundente afirmación estética– buscaba el rescate de algunos atributos esenciales del cine. Recuperar el corazón de la fábula.
Pues bien, para recuperar el corazón del fútbol, propongo un dogma periodístico que elimine por completo las referencias al hincha. Las crónicas y las noticias sólo deberán considerar el ámbito de los jugadores, los entrenadores y el árbitro. Al igual que la familia de la que forma parte la palabra hincha, también estarán bloqueadas las alusiones a cualquier intervención directa o indirecta del público (la presión, el aplauso, el silbido) y a toda consecuencia de sus acciones, por ejemplo la recaudación. Se prohibe asimismo mentar la rivalidad barrial, tan cara a las plumas melancólicas, porque en los barrios no hay futbolistas sino vecinos. Gente. Hinchas. La única rivalidad se da en el campo de juego. Igualmente inaceptable será consignar espacios físicos destinados al espectador: la cabecera tal, el palco equis y así. Ni siquiera se podrá publicar información sobre venta de entradas, dispositivos de ingreso a los estadios o cualquier otro servicio. En las transmisiones de televisión, sólo se permitirá enfocar a los futbolistas, siempre y cuando no se acerquen demasiado al alambre perimetral.
Quedará el fútbol puro y duro. Con sus luces y sombras. Sin méritos prestados. Sin emociones de cotillón. ¿Será suficiente?