A horas de la revancha entre Boca y River, el centro de los comentarios sigue siendo el árbitro Darío Herrera. Virgen de Superclásicos y de Copa Libertadores, los medios le investigan el legajo, ventilan sus antecedentes ante uno y otro equipo y tratan de deschavarle simpatías deportivas. Evalúan, en suma, su idoneidad para semejante acontecimiento.
En lugar de demandar mayores méritos a los futbolistas, que dieron un pobre show en la primera entrega, plagado de golpes taimados y jugadas torpes, le cuentan las costillas al referí. Existe un tácito –y triste– consenso en que, dada la nulidad simétrica de River y Boca, quien definirá el duelo será el hombre encargado de tocar el pito.
Suena a pavada que pretende eximir a los jugadores de la responsabilidad que les concierne en forma exclusiva. Porque aunque el árbitro tolere una masacre, los que ganan y pierden son ellos. Nadie más.
Sin embargo, hay algo de superstición. Por caso, se bocha a Néstor Pitana en razón de que una vez cobró un córner equivocado. River sabe que aquel error fue involuntario, circunstancial, que no responde a ningún propósito ni tendencia. Pero igual prefiere descartar un nombre que connota malos recuerdos. Que fue testigo –no causante– de una derrota.
Herrera tiene 30 años y parece de 40. Se puede pensar que, desde el vamos, impone madurez y sobriedad. Pero no es esa la exigencia primordial. Lo que se espera de él es que aplique mano dura. Si enarbola a menudo la tarjeta rojo sangre en la noche de la Bombonera, habrá cumplido un buen papel.
Germán Delfino, quizá para no levantar polvareda y mantener una apariencia de normalidad, se hizo el oso con algunas grosería como la trompada de Sánchez (¡con la carita de bueno que tiene!) que dio en el apolíneo rostro de Gago.
De modo que la única garantía de llegar a buen puerto en la revancha residiría en la rapidez de Herrera para mostrar tarjetas. La severidad disciplinaria aparece como la solución mágica. El mantra para asegurar un partido fluido, leal y emocionante.
Con un facilismo semejante pretende endulzarnos el oído cierto discurso político. Nos promete un paraíso punitivo como modelo de sociedad. Pero esa supuesta playa feliz a la que deberíamos aspirar –y a la que se arriba por la ruta directa de la violencia institucional– se ha revelado pesadilla castradora una y otra vez. Y en lugar de resolver problemas, los ha multiplicado.
Entre otros desastres, hemos padecido hace pocos años – Juan Carlos Blumberg mediante– una reforma legal destinada a agravar los castigos. Una estupidez que jamás ha disuadido a ningún delincuente y que convirtió el Código Penal en un mamarracho.
Pero volvamos al fútbol y a la mochila del pobre Herrera. Ojalá no se deje seducir por las musas represivas y apele a su conocimiento del reglamento y sus nociones de justicia antes que al instinto sanguinario que quieren insuflarle.
Por qué en lugar de concentrarse en el árbitro, las almas escandalizadas con las patadas y codazos del Monumental no apuntan sus cañones hacia los futbolistas y los entrenadores.
Por qué en lugar de hablar de prepotencia y mala leche se refieren al “coraje” de River en el partido de ida. En qué quedamos. ¿Meter planchazos está bien, pero no expulsar a sus autores está mal?
¿Qué gracia tiene un partido que termina con ocho jugadores por equipo? Pidámosles dignidad y talento a los futbolistas. Y no la moral del verdugo al referí de turno.