La actuación de la Selección en el Mundial de Brasil es la prueba palmaria de que los sagrados proyectos de largo aliento son nada más que una bella proclama.
En contra de su itinerario previo, Argentina improvisó una conducta táctica fundada en las posiciones defensivas. Y corrió a Messi del centro del universo para instalar allí a Mascherano.
En parte, el destino obligó a mover el tablero: dos de los cuatro fantásticos cayeron en cumplimiento del deber. De modo que el silencioso Enzo Pérez escaló posiciones yrobó cámara. Al igual que Lavezzi, quien no sólo enseñó sus cultivados músculos abdominales; también hizo gala de una provechosa disposición a recorrer el largo de la cancha.
Fuera de los imprevistos –es decir, por rectificaciones realizadas in situ por Sabella–, Demichelis surgió del fondo del olvido y se convirtió en el hombre fuerte de la defensa.
El equipo, en suma, adoptó su perfil definitivo, el que más convencía al DT, en plena competencia. La improvisación resultó más confiable que cuatro años de “trabajo”.
Razón suficiente para tomarse con soda y limón las horas de incertidumbre en torno a la decisión de Sabella. Si acepta seguir o no es irrelevante. El equipo, como otras veces, como otras selecciones nacionales, tomará forma en unos años, y acaso sin los protagonistas que integrarían un listado en el presente.
El cambio de planes de Sabella me recuerda al famoso desliz de Menem: “Si hubiera dicho lo que iba a hacer, no me votaba nadie”. Del mismo modo que el riojano solapó la operación desguace que terminó en bancarrota y miseria, el entrenador sinceró su estructura favorita (aguantar los trapos alrededor de Mascherano) cuando ya tenía los dos pies en Brasil.
Por supuesto que el subcampeonato, logro histórico para un fútbol de poco roce en el podio, silencia cualquier reproche. Pero al mismo tiempo demuestra lo innecesario de contar con un entrenador durante cuatro años. Por fuerza mayor, por temores o por arrepentimiento tardío, del proyecto original queda poco y nada.
Es comprensible que el señor Adrián Castellano agite el nombre de Ramón Díaz para la próxima gestión, hasta el Mundial de Rusia. Se trata de su representado, al que pretende garantizarle conchabo con ingresos extraordinarios y nulas tareas por una larga temporada.
Pero más allá de Adrián Castellano y de algunos otros interesados en la beca de la AFA, a nadie tendría que preocuparle contar con un DT estable.
Las obligaciones personales de los futbolistas impiden un entrenamiento redituable en términos de funcionamiento. Por lo demás, habiéndose registrado tantos casos de estrellas indiscutidas que asisten a las grandes citas deportivas en un momento declinante, sobre todo en lo físico, habría que confeccionar los planteles con los que, en cada época específica, se encuentran en plenitud. Por ofrecer un ejemplo reciente, Mauro Zárate no tendría que haber faltado al torneo jugado en Brasil.
En los amistosos de compromiso, como el del 3 de septiembre en Alemania, me parece una buena idea nombrar a un técnico eventual, con la firme recomendación de que convoque a jugadores del fútbol doméstico y a juveniles.
En el primer caso, para satisfacer las aspiraciones de todo hincha, que espera ver a su estrella de cabotaje, al menos una vez, con la celeste y blanca. A mí me encantaría que el Picante Pereyra dispusiera de su chance. Esta sensibilidad popular la tuvo Maradona cuando le tocó liderar la Selección. Le faltaron quizá otros méritos.
El llamado a jóvenes sobra explicarlo. Las programaciones de holgados calendarios sólo tienen sentido en las categorías juveniles. Los futbolistas están disponibles y permeables a adoptar una identidad todavía en desarrollo. Pero los juveniles argentinos están a cargo de Humberto Grondona, cuyos atributos salientes son la consanguinidad con el presidente de la AFA y la soberbia. Una señal elocuente del verdadero valor que se les asigna a los proyectos en el fútbol argentino.