Se acallan los últimos estertores de los gritos de aliento a miles y miles de televisores en la extensión de la geografía de la patria y allende sus fronteras, y queda el regusto de la reflexión más tranquila, despojada de falsos orgullos, sincera y, por lo tanto, descarnada. Podemos recurrir a un ejercicio sencillo para encender la señal de alarma y no ver sólo señales de optimismo en aquello de que la “unidad nacional” que se expresa cuando juega la Selección argentina viene de las entrañas de la patria, como señal estructural, fundante, geológica casi, de lo inconmovible de la buena sociedad argentina, de aquello que nos hace ser tan estereotipo publicitario.
“De un glipdonte”, quizá, como le gustaba bromear a Borges sobre Scalabrini Ortiz y su obsesión con el subsuelo profundo de la patria, provenga este fundamento sólido. Con menos pretensiones pero menos fe en los clichés, también, me permito poner algunas dudas sobre el optimismo que campeó en estos días de carnaval de Río en la Argentina.
Creo que, por un lado, se puede constatar lo saludable de esta fiebre futbolera, como un indicador extra futbolístico. Ciento miles de argentinos se movieron a lo largo y a lo ancho del país, en diversas fronteras, sin problemas, sin restricciones y en un marco de convivencia, más propio de un país pacífico que el del clima de negatividad que intentan imponer como visión apocalíptica ciertos medios oligopólicos y ciertos voceros políticos de éstos, cultores de las mentiras flagrantes.
Ahora, si el fútbol es la base de la unidad cultural de nuestra formación social. Si la actitud de barra prepotente, que llega a un país a imponerse gritando más fuerte, da el tono del ser nacional… y hasta el himno se ha convertido en la introducción instrumental coreada por un coro de cancha, será tiempo de preguntarnos más allá de ciertos versitos sobre el discurso, si no hay un cierto vacío que se está haciendo difícil de llenar, aunque haya fuegos de artificios para varias tapas sensacionalistas.