Si hay algo que cada cuatro años se llevan los Juegos Olímpicos es nuestro tiempo: horas de transmisión televisiva, días frente a las imágenes, notas llenas de datos de color e historias intencionalmente emotivas de deportistas cuyo rendimiento deportivo pasaremos a ignorar durante los siguientes tres años y medio.
Todo ese tiempo lo pasamos mirando disciplinas que nos son esencialmente ajenas. De hecho para disfrutar, pero para disfrutar en serio de los Juegos, hay que lograr que básicamente todo te chupe un huevo. Ignorar. Contemplar desde una suerte de atención flotante los prodigios atléticos, las volteretas de los gimnastas y los chapuzones fallidos, pasar tres horas y media absorbido por los detalles técnicos de la barra de equilibrio y prácticamente llorar porque la rusa le ganó a la estadounidense, para olvidar absolutamente todo al cambiar de canal.
Porque la rueda gira, y aparece un tipo andando en bicicleta, un muchacho que nada –acaso famoso, acaso Phelps- uno tirando jabalina, un equipo de handball, dos muñecos arriba de un barquito, una pibita con un rifle, un gordo levantando pesas.
Aparece tu mujer y te pregunta si 13,48 metros es una buena marca en salto triple y vos lo tenés clarísimo sólo mientras dura la final de salto triple. Después… Después ya no importa porque arranca el hockey o el lanzamiento de martillo.
Los rendimientos deportivos, los acontecimientos deportivos, las marcas deportivas que permanecen la memoria colectiva son pocos. Bolt. Un par de medallas, seguramente las propias. Pero lo que consumimos es mucho más. Miramos con atención la final de salto con garrocha porque ahí andaba Chiaraviglio, pero no estamos muy seguros de quién ganó. Ni de cuánto saltó para ganar. Ni nos importa, la verdad. Queremos ver récords, ver caídas, ver torpezas, ver remontadas heroicas, ver batacazos, ver gestos de humanidad. Y olvidarlos de inmediato.
Ejemplo: el gimnasta holandés Epke Zonderland tuvo una de las más maravillosas rutinas de todos los tiempos en Londres 2012. Piel de gallina mundial, viral, planetaria. YouTube. Todo. En 2016 se cayó de cara al piso y la Internet entera se mató de risa, sin recordar absolutamente nada de lo anterior. ¿Y para qué, si lo único que me interesa es que se la puso contra el suelo? Perdón, pero ¿qué estaba intentando? ¿Qué había hecho antes? No interesa. Es gracioso. La pifió.
Tenemos –porque sumamos durante un par de semanas- un arsenal de datos, números, nombres y nacionalidades que pasan a la amnesia instantánea. Es bastante simbólico, porque lo mismo sucede con los hombres y mujeres que durante los próximos años tendrán que dedicar su vida cotidiana a clasificarse a Tokio 2020, para que el mundo les pueda prestar unos segundos de su requerido tiempo.
Mejor así. Sería bastante más doloroso tener que andar junto a cualquier atleta el sacrificio que lo convierte en una historia heroica. Mejor descubrirlo en los Juegos y suspirar: “Qué ejemplo”. Mejor así, para no sufrir el olvido junto a ellos en el vacío que viene. ¿Se imaginan ser esgrimista en cualquier otro momento, de acá a cuatro años? ¿O nadador de aguas abiertas? ¿O remero? ¿O periodista que cubre yachting?
En una muy buena nota del diario inglés Guardian, la periodista Marina Hyde asegura que los Juegos Olímpicos a menudo parecen tan ajenos que el deporte es meramente un momento que justifica contar la historia de vida de un competidor, que parece tan importante como el evento en sí. Citamos:
“Para la televisión, en cada evento tiene que haber una moraleja. Y la hay. Aun así, me encuentro bastante en contra de la idea de que todo acontecimiento debe obligatoriamente, de alguna forma, enseñarnos algo acerca de la vida moderna. En estos días, cada vez menos momentos deportivos tienen permitido no ser una experiencia de aprendizaje, porque disfrutarlos desde un punto de vista puramente deportivo, por su propio peso, sería una pérdida de tiempo o una experiencia de índole menor. Tiene que haber abrazos. Tiene que haber una lección”.
La reflexión tiene algo de cierto. Pero la realidad es que por dos semanas –salvo cuando aparecía algún local, favorito por pertenencia geográfica- los fanáticos de los deportes disfrutamos de la competitividad, lisa y llana. Del deseo momentáneo e inexplicado de que gane uno, como cuando uno mira el picado en la plaza. Para lagrimear un rato con su historia, mirá vos, corría hasta la escuela, fue discriminada, le falta una pierna, le ganó al cáncer, vivía en una villa, antes era una mujer. Superficialmente, eso sí.
Porque ahora arranca el fútbol.