La política y el fútbol son territorio contiguos. Se prestan y comparten dirigentes. Hay cientos de casos. Los hubo, los habrá. Pero el derrotero de Mauricio Macri no tiene semejanzas. En su caso, Boca fue la exclusiva escuela política. Venía de los mullidos despachos empresariales montados por su padre. Y, con ese manual de operaciones, emprendió una etapa de transformación en el club. Su plan se apoyó en la chequera: compró un semillero pensando en un proyecto hegemónico y forzosamente exportador. Así injertó, por ejemplo, a Riquelme, nacido y criado en Argentinos Juniors, y a los formadores de talentos más prestigiosos. También recolectó con más prisa que previsión un hato de atletas de regulares a buenos para arrancar con el pie derecho, en tiempos de Carlos Bilardo como eminencia gris. No resultó.

con bianchi 350Tuvo que llegar Carlos Bianchi con su estrella para que los números se enderezaran. Desde entonces, el ciclo de Macri trazó la edad de oro del club. Las vitrinas no daban abasto. Si el DT fue ungido héroe ecuestre de aquella prolongada campaña, Macri quedó como el manager del milagro. El hombre capaz de reproducir sin desviaciones sus dogmas de empresario exitoso en las arenas esquivas del fútbol. Macri lo hizo. En rigor, sus méritos se sintetizaban en una suma de resultados deportivos que habría propiciado por su origen de clase. Por su genética ganadora. Pensamiento mágico, con barniz de racionalidad corporativa.

En paralelo a su cabalgata victoriosa, Macri inició, como Mao, una revolución cultural. Acaso menos virtuosa, pero de escasa resistencia. Boca, diríamos, se modernizó. Derivó actividades al sector privado e hizo de su cancha un coto de la clase media jalonado de palcos very important donde jamás volverían a entrar los hinchas rasos. El perfil popular y tirando a grasa que el sentido común le endilgaba al hincha fue diluyéndose, pervivió sólo como un eco simpático. Boca se deslizó hacia el pintoresquismo. Lo popular permanece como una postal para los turistas que concurren a la Bombonera como si fuera el Sambódromo carioca. Precisamente, el estadio Alberto Armando es un perfecto suvenir. Hace unos días, una afamada publicación inglesa lo declaró el mejor escenario futbolístico del mundo. Marketing internacional. El nuevo Boca. Eso sí, la guardia pretoriana mimetizada en la tribuna se ha mantenido como ejército paralelo.

Los tiempos no son los mismos. Aunque todo comenzó con Bianchi (jamás Durán Barba le prodigará tantos beneficios como el Virrey de La Boca), luego continuó con la formación de un partido y largos ocho años al frente del gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Pero Macri no ha cambiado demasiado. De hecho, sigue recordando los tiempos de Boca –su orgullo político más genuino– como un antecedente ejemplar de su foja de servicios, incluso cuando pretende dar fe de su eficacia como estadista. Es decir, continúa igualando el despacho de Socma al club y el club a la gestión pública.

Algunas de las medidas adelantadas sugieren que el país, bajo su tutela, retomará una posición colonial de alineación sumisa con los Estados Unidos. La ridícula sanción a Venezuela y la supresión del memorándum con Irán son las propuestas que apuntan en esa desdichada dirección. Y eso que todavía no empezó a gobernar. Nada de qué extrañarse en un hombre que, según él mismo ha dicho sin rastro de vergüenza, delegó la designación de su jefe de policía (el encantador Fino Palacios) en la embajada de los Estados Unidos.

Es probable que, en su programa, tan respetable como cualquier otro, bendecido además por la mitad más uno del padrón en elecciones libres, la Argentina tienda a ser restrictiva como la Bombonera. También más elegante, más confiable para ciertas visitas que invierten en sí mismas. Quizá la derecha tenga razón y no nos merezcamos –por alguna maldición bíblica, por minusvalía genética– la concreción de un destino colectivo más que como suvenir, como apéndices de un orden que deben comandar los más aptos. La población ha consentido una privación más o menos progresiva de su soberanía. Admitiendo acaso una dimensión ontológica que no supera el color local. Como los negritos que posan en la foto mientras dura la campaña electoral. Y los hinchas que nunca entrarán a la cancha.