Puede fallar. Incluso en la Masía, la más reputada fragua de cracks que el fútbol ha conocido, las cosas pueden fallar. La escuelita que abastece la maquinaria perfecta del Barcelona, fundada en 1979 y desde entonces hospedaje de niños multicolores con pasta de campeones, a veces deja escapar a los buenos. No los detecta, no les presta atención. Y tal descuido (o soberbia) se paga caro. Todos recuerdan la generación dorada (otra más) de los nacidos en el 87. En especial, la tríada medular de aquel equipo invencible: Gerard Piqué, Cesc Fábregas y Lionel Messi. Pues bien, en contra de lo que uno forzosamente deduce, el círculo virtuoso de los talentos adoctrinados en la cultura del tiki-tiki no siempre se cumple. Y lo invertido en esos jóvenes promisorios no siempre da réditos inmediatos. No siempre se descorcha el vino el día previsto, luego del tiempo exacto en la barrica de roble. De hecho, aquella legendaria sociedad se disolvió no mucho después de formarse. Tanto Cesc como Piqué se hicieron profesionales (y se valorizaron) en Inglaterra. Fábregas (el niño con cerebro de general, según la descripción de un periodista británico), en el Arsenal, donde debutó a los 16 años. Y el galán de Shakira, en el Manchester United.
Con Messi ya convertido en el gran demiurgo de la pelota, los antiguos amigos volvieron a juntarse en ese capítulo glorioso que fue la gestión de Guardiola. Los pichones de la Masía le daban forma a la martingala, escribían la nueva enciclopedia y encandilaban al mundo. Pero Barcelona había tenido que gastar varias decenas de millones para recuperar a los hijos pródigos, los lugartenientes de Lío en la época en que la leyenda del mejor equipo de la historia no era siquiera un boceto.
LA SALVACIÓN
Los canteranos, al fin de cuentas, costaron un ojo de la cara. Comprados en la feria como cualquier mortal sin ideología deportiva. A algún capataz de la academia catalana se le había escapado la tortuga (más dos estrellas en ciernes). O tal vez no. Tal vez las divisiones inferiores convertidas en modelo planetario no son la línea de montaje que pretendemos en estas costas.
No son el paciente engorde del chancho para carnearlo en navidad. En la Argentina, sembramos para exportar. Soja o futbolistas. Así acatamos el reparto internacional, así es la ecuación de la subsistencia. En la ciudad condal, tal vez, la prioridad educativa tiene propósitos de otro alcance: recrear el fútbol como un ejercicio de belleza y libertad sin salirse del corazón del negocio. Hacer escuela, preservar el tono de aventura de riesgo que deben tener los partidos, ante la rapacidad de, digamos, los Mourinho y otros pícaros exitosos dispuestos a hacer fortuna secando la teta. Convirtiendo el fútbol en arena de advenedizos. En esa prédica, al Barcelona quizá se le escapen algunos pichones. Quizá, eventualmente, resigne plata.
En la Argentina, la provisión de juveniles a la Primera está unida a la necesidad de vender para sobrevivir. Los clubes más previsores contemplan en su balance anual una venta jugosa para garantizar el equilibrio. Se sabe, por lo tanto, que los buenos son aves de paso. Y que la formación de juveniles, antes que responder a un plan general, a una interpretación del juego, tiende a satisfacer las necesidades del mercado.
En esa testaruda posesión de la pelota, en el funcionamiento solidario, la movilidad incesante, la vocación de protagonismo (es decir, vocación de entrega y sacrificio), la precisión y plasticidad debida al ensayo más que a la inspiración, en la exuberante perfección catalana es lícito leer (yo quiero leer) un objetivo más ambicioso que el de formar un equipo multicampeón. Creo que el Barcelona (y a su influjo, el fútbol español) se ha propuesto la salvación. Romper con una tradición de pobreza voluntaria disfrazada de enjundia. Y para eso, eligió la paternidad holandesa, la voz revolucionaria que como vocero más reconocible tuvo a Johan Cruyff. Pero que se remonta al Ajax de Rinus Michels y, mucho antes, de Jack Reynolds. Práctica sinfónica que alcanzó su expresión más acabada en el llamado Fútbol Total desplegado por la selección de Holanda en los años setenta.
Para asombro de todos, ese equipo rompía con la noción de roles fijos, de espacios infranqueables, aplicando una rotación constante y una velocidad de vértigo siempre en clave ultraofensiva. Un lenguaje indescifrable para casi todos los rivales.
LA LEY DEL MERCADO
En la Argentina, la provisión de juveniles a la Primera está unida a la necesidad de vender para sobrevivir. Los clubes más previsores contemplan en su balance anual una venta jugosa para garantizar el equilibrio. Se sabe, por lo tanto, que los buenos son aves de paso. Y que la formación de juveniles, antes que responder a un plan general, a una interpretación del juego, tiende a satisfacer las necesidades del mercado.
Por poner un caso en cuestión: seguir criando enganches (aquel número diez arquetípico, gran producto nacional) se considera una pérdida de tiempo. Según se dice, los estrategas del Primer Mundo han decretado hace mucho su defunción. Así que mejor preparar laterales de largo recorrido y delanteros con gol. Mejor enseñar los secretos del doble cinco. Todo eso, se supone, tiene mejor salida al exterior, responde a una demanda.
Desesperados por dar el salto, por apurar la venta y el gran contrato, los jugadores de inferiores cuentan con su representante desde la tierna infancia. Ellos agilizan, si ven el flanco, la transferencia precoz. Ellos han determinado que ya no necesitan de los clubes (ni siquiera de los grandes) como vidriera y plataforma de lanzamiento. Así las cosas, los chicos crecen y parten a destinos donde rige el euro. A su vez, los equipos se abstienen de consolidar juveniles en casa sencillamente porque no pueden esperar su maduración. La urgencia de resultados felices y golpes de efecto los lleva a contratar a los que ya pasaron por Europa o alguna otra liga próspera. Nombres probados. De modo que las aspiraciones de los chicos (que quieren irse cuanto antes a ganar más plata) se complementa de maravillas con la conducta de los clubes (que los expulsan).
Sin llegar a la doctrina impartida en la Masía, los clubes podrían intentar una recomposición cultural. Tal vez no sea necesario encuadrar ideológicamente a sus chicos ni prepararlos para refundar el fútbol. Pero sí refrescar el compromiso colectivo y la continuidad histórica que implica formar parte de un club. Fomentar la identidad podría ser un buen inicio para trazar un plan que contemple el futuro. Recuperar la perspectiva y hacer escuela. Darle un sentido a la educación deportiva que despierte en los juveniles el deseo (y el orgullo) de llegar a Primera. Pero tendrían que entenderlo antes los dirigentes, convencerse que los colores de la camiseta no son los de un bondi que se toma para llegar a un lugar mejor.