El tango “El sueño del pibe” ha cristalizado una de las situaciones ideales del fútbol. La letra de Reinaldo Yiso (versión canyengue del apellido original, Ghiso) habla de un chico al que le llega una citación del club, noticia suficiente para que comience a imaginar un futuro venturoso. “Jugaré en la quinta, después en primera / yo sé que me espera la consagración”, promete el crack en ciernes.

Luego, según los modestos versos, el héroe tiene un sueño, que es, en rigor, un sueño colectivo: debuta con el estadio lleno y, cuando falta un minuto para el fin, arremete “gambeteando a todos” y hace un golazo de antología. En YouTube (todo está en YouTube) se puede encontrar una versión del tango –que no del gol soñado– a cargo de un jovencísimo y muy afinado Maradona, hombre que, precisamente, alguna vez pareció la expresión más perfecta de un deseo consumado.

bou 4Por estos días, el entrerriano Gustavo Bou se empeña en demostrarnos que hay otros sueños en el fútbol. Con argumentos más complejos y con un clímax más intenso y perdurable.
Cuando debutó en River usaba el pelo largo como un rocker suburbano y al equipo lo dirigía Diego Simeone. Tenía apenas 18 años. Allí jugó un puñado de partidos, alguno internacional, y todavía no era delantero de área sino volante por derecha. Pocos se acuerdan si jugó bien o mal (siempre nos queda YouTube para vaciar dudas, ya se dijo); pasó como tantos jóvenes, sin dejar huella, como un proyecto trunco.

Luego sufrió una lesión seria y tras el demorado regreso siguió un itinerario vacilante por Bahía Blanca, Ecuador y finalmente Gimnasia de La Plata, donde, ya convertido en número nueve, hizo sin embargo un solo gol y terminó en el banco de suplentes. Con esos magros antecedentes desembarcó en Racing y parecía escrito que prolongaría su declinación. Los hinchas no sólo desconfiaban de su pericia con la pelota; también se instaló la queja de que lo habían acogido en el club por una exclusiva razón: compartía el representante con Diego Cocca, el entrenador. Es decir: tronco y acomodado.

Aquí exactamente es donde empiezan los acordes del tanguito de Bou. En su epopeya no hay patio con glicinas ni madre que friega en el piletón. Hay, en cambio, el pantano del desprecio; la maledicencia multiplicada. El sueño arranca en el infierno, por eso es mucho mejor.
Porque se alinean los planetas, porque media el azar, porque Cocca es un genio o un suicida, Bou tiene su chance. Es el nueve de Racing, el ladero de Milito, la gran estrella que, en lugar de encandilarlo, como todos pensaban, lo inspira.

Los dos goles a Boca son la bisagra. La hinchada acepta la apelación del juicio inicial y lapidario, y se sienta a esperar. Pero no tiene que esperar mucho. Bou sigue haciendo goles, inflando el pecho de confianza y exponiendo sumariamente (para los jugadores resistidos el tiempo es tirano como en la televisión) que su repertorio no se limita a empujarla bajo el arco. Final feliz: Bou se consagra campeón, es el goleador del equipo y probablemente su mejor jugador. El público se rectifica con una interminable ovación, los periodistas se disculpan, revisan sus papeles, se arrepienten de sus predicciones, de saberlo todo. Su cotización se dispara.
Pero él, que es pura humildad, no se demora con el néctar de la revancha. Por el contrario, sube la apuesta. Y la rompe en el primer partido de la Copa Libertadores 2015. Cinco a cero y sinfonía de Bou. Golazos (tres), asistencias, detalles exquisitos. Ya no se trata sólo del celebrado goleador que les tapó la boca a todos. Se ve que allá en el fondo del averno, cuando comenzó el sueño del pibe (el delirio), Bou también se propuso que lo reconocieran crack. Y en eso anda. Pero a este sueño no lo acompañaría con un bandoneón sino con los rugidos de una guitarra eléctrica.