Mazzola le apunta con el láser rojo de su botín a la cara de Andújar e inmediatamente, en sus casas, la cara de millones de personas muta en la Mirtha Legrand. El pelo de plástico, la voz paqueta, el mármol brillante de la piel: ay no pero esto a mí no me gusta cómo puede ser que vivamos así esto no puede seguir disculpame que te lo diga pero te lo tengo que decir. La rosca bolichera de Mar del Plata ha logrado lo que no lograron la campaña macrista ni el mensaje papal: durante una noche y un día, la grieta desapareció; el pueblo se ha hermanado: la patada descendente de un uruguayo en la cara de un lateral derecho finalmente nos unió. Al fin nos hemos puesto de acuerdo, todos pensamos lo mismo, al fin. Aprovechemos. Ya habrá tiempo para mañana, el lento retorno a la costumbre, la caminata cabizbaja hacia nuestro box. Ya habrá tiempo para volver a la cara que teníamos. Para olvidar la indignación.
En el mismo estadio, casi a la misma hora del bardo platense pero dos noches atrás, el mismo relator que contó el gol de Auzqui a Gimnasia había dicho esto mientras Racing le ganaba 3-1 a Independiente: “A mí me importa ganar, querido. Qué jugar y jugar: yo quiero ganar, lo quiero yo, imaginate los hinchas. ¡A los hinchas les importa eso y nada más! Ahí va la pelota para Romerito, la tiene el 10…”.
En el mismo estadio, casi a la misma hora pero una semana atrás, el campeón liguero y copero del fútbol argentino terminaba un partido que había elegido jugar con el tablón entre los dientes: más patadas que pases, más expulsados que ataques o tiros al arco rival. El conteo no es canchero ni metafórico: es gracioso y literal. Otra vez, ¡como corresponde!, el país se mirthalegranizó. Fue apenas unos días después de que en uno de los tres programas de fútbol más vistos de la Argentina pintara un debate: que si Boca tenía que ser campeón de la Libertadores sí o sí, que si era cierto que no se podía esperar más, que cuál era la palabra para describirlo si no lo lograba, si era fracaso o cuál, que cómo no va a estar obligado, se indignó uno, si en el otro lado, hace un año, Gallardo la ganó. Después, los micrófonos se apagaron, los muchachos peregrinaron hacia un buen restorán. En el aire, como una nube negra, quedaron las palabras. Y las palabras hacen cosas así: en la primera pelota dividida del Superclásico, Jonathan Silva cargó en su botín izquierdo toda la fuerza del discurso y le apuntó a Mercado. A la charla televisiva sobre la obligación, el fracaso y la Libertadores le había llegado la simbólica respuesta del lateral.
Los periodistas que escribimos sobre fútbol hemos naturalizado un error: hablamos como dirigentes pero no lo somos, opinamos como entrenadores pero tampoco, como jugadores y menos, como hinchas y hasta ahí nomás.
Los periodistas que escribimos sobre fútbol hemos naturalizado un error: hablamos como dirigentes pero no lo somos, opinamos como entrenadores pero tampoco, como jugadores y menos, como hinchas y hasta ahí nomás. Nuestra misión es contar, preguntar, aprender, transmitir, dudar, interpretar: indirecta y fundamentalmente, educar. Pero no: acá, Guede elige salir jugando con Torrico, que justo recibió mal perfilado o no tenía pase y entonces se demoró un segundo más, y el comentarista se pone nervioso como si el gol se lo estuvieran por meter a él. En lugar de contarnos por qué Guede eligió jugar así, qué busca con eso, cuáles son sus antecedentes, las ventajas, las desventajas, qué error cometió el equipo para que la salida no fuera como se la planeó, el comentarista se saca, multiplicando la alteración. Cuando se indigne por la patada de Palito Pereira la corbata ya la tendrá como vincha.
El juego es la reeducación. Saber de él, verlo mejor. Riquelmizarlo, en un punto. Que si nos vamos a calentar sea porque el 5 demoró el pase que los compañeros le ofrecían, porque nuestros jugadores no avanzan todos juntos, porque no se muestran, porque se apuran y entonces sólo van a chocar. Tengamos la serenidad y la inteligencia que se necesita para armar un buen ataque. Es el juego –exigirle a los equipos que jueguen mejor el juego– el primer pacificador.
En su libro Boquita, Martín Caparrós divagó una idea que es interesante. Después de preguntarse por qué el fútbol despierta lo que despierta, por qué es el fútbol y no el rugby, por ejemplo, el deporte que más nos flasheó, el autor escribe que quizá sea porque en él se anotan pocos puntos, porque hay más fracasos que triunfos, porque –entonces– es el deporte que más se parece a vivir. Atacás cinco veces y la embocás una sola, te asomás cuatro y la perdés dos. Traducción: lo que más hacés es fracasar. Lo que más hacemos es fracasar. En la última Copa Libertadores, por ejemplo, fracasaron cinco de los seis representantes argentinos. Independiente, el único grande que no participó, fracasa hace 25 campeonatos locales y nunca nos dejó –en 25 campeonatos locales– un equipo que jugara bien, alguna formación que ahora podamos recordar con el entusiasmo que sentimos cuando nuestro equipo da cuatro pases seguidos cerca del área rival.
Porque ésa es la que nos queda, lo primero de todo: jugar. Jugar a jugar, aprender a hacerlo mejor. Las obviedades estarán siempre. Querer ganar es la primera. La segunda, que uno de los dos va a perder. Y después, después también están los incisos latinoamericanos: que si perdés te vamos a matar.