En una biografía que el año pasado se publicó en Francia y todavía no se ha editado en español, un poeta que se llama Smail escribe una frase que hace tiempo le dijo a su hijo: “Recuerda que la paz puede existir en el silencio”. Smail tiene 82 años, fue albañil, nació en Kabilia, en el norte de Argelia, y es –al menos para nosotros– el papá de Zidane. El libro se llama Por los caminos de piedra, un nombre medio de autoayuda pero que podría ser tranquilamente el subtítulo de lo que acaba de hacer su hijo: ganar por tercera vez la Champions League. Más que su hijo, la creación de su hijo: un equipo hecho de silencio y de paz, de arrebatos de talento y de luz. El Real Madrid es Mayweather, un multimillonario intocable que tiene todos los superpoderes pero que la mayoría del tiempo parece aburrido por tener que estar ahí.
“Si resolviéramos el problema del tiempo”, dijo Jorge Luis Borges en una de las mil doscientas entrevistas que aceptó dar entre los 60 y los 70, “resolveríamos el problema de la humanidad”. Casi cincuenta años después, el Real Madrid de Zidane quizá nos concedió una pista: que la manera de resolverlo es aceptándolo, nomás. Si nada es permanente, si el que gobierna es el caos, si todo cambia, si cualquier cosa puede suceder, para qué alterarse, entonces: ya habrá un momento en el que pasará la tormenta y aparecerá la luz. Mientras algunos equipos se fastidian y se desmoronan cuando en los partidos hay una línea fuera del libreto, el tricampeón que manejan Sergio Ramos, Modric, Marcelo y Kroos es un campesino impávido meciéndose en la puerta de su rancho: hará calor y él estará ahí, llegará una nevada y él continuará igual. Los rivales buscan al campeón con la velocidad, la fiereza y la desesperación de una hiena pero ninguno sabe qué hacer cuando irrumpe el caos, otra posible realidad. El PSG era un surfer canchero y hermoso que en el Bernabéu se puso 1-0 y –como todo hijo de millonarios– ante la primera crisis (aquel penal de Lo Celso a Kroos que derivó en el 1-1) se largó a llorar.
El sábado en Kiev pasó lo mismo: al Liverpool se le desconectó el amplificador de la guitarra eléctrica cuando se lesionó Salah. El Tricampeón de Europa –un título que suena monárquico y que sólo tenían el Real Madrid de Di Stéfano, el Bayern Munich de Beckenbauer y el Ajax de Cruyff– juega en cambio adentro del cono del silencio: el Bayern Munich lo baila en semifinales pero todos miran a Navas y Navas tapa tres pelotas fabulosas y mientras tanto nadie se altera, la tormenta arrecia y ves a Sergio Ramos con esa cara de 3-0 eterno que tiene, o a la inexpresividad alemana de Kroos. Ver al Madrid a veces aburre, pero –ah– qué hermoso sería estar ahí. “Recuerda que la paz puede existir en el silencio”, le había dicho el viejo a Zidane, y eso es su equipo: esa paz, una calma que lo que hace en realidad es preparar la aparición de lo inesperado; una especie de Big Bang. La pequeña creación.
Como la que se mandó Benzema, por ejemplo, el gato punga de los suburbios franceses un sábado a la noche, y hasta las que se mandaron los árbitros también, como el penal que demolió a la Juventus en los cuartos de final. Hay alteraciones en los partidos que a Mourinho, Klopp, Guardiola, Bielsa, Conte o Sampaoli quizás enloquecerían: no es el caso, parece, de Zidane. Zidane acepta el caos, y como sabe lo que es la inspiración, sabe entonces que donde no había nada, de repente puede explotar algo que es el todo: un enganche de Marcelo, un derechazo industrial de Cristiano Ronaldo, Bale saltando y dándose vuelta para tocar su primera pelota con una chilena a contrapierna, el póster que se usará hasta 2070 para vender las posibles emociones de la Champions League.
Y entonces, para rematar la historia, Karius: antes y después, más chiquito en el póster, el baby face alemán. De mi parte, tengo muchas más experiencias como las del arquero que como las de Bale, así que me sobra autoridad para explicar cómo es la cosa. En el primer gol hay apuro, la ansiedad del que quiere la gloria y sabe que debe justificar que la merece, una ceguera que le impide ver a Benzema. Uno a cero. Horrible, insólito, sí, pero ahora verán qué es lo que sucede después. Te mandás una de ésas y todo se deforma, se amplifica. El partido pasa a hacer algo lejano y difuso que no podés observar porque queda perdido, debajo de todo lo que ocurre a tu alrededor. Kroos traba una pelota allá a 70 metros con Mané y vos ni la ves porque otros sentidos se te han amplificado, sos Peter Parker descubriendo que podés escuchar el bufido de tu lateral que no cree lo que hiciste, los pasos de un cocacolero, un comentarista nervioso gritando en la radio, la lenta caída de un maní. En un momento Klopp cierra la boca, muerde y se raspa las muelas y hasta eso escuchás, así que para el 3-1 ya es un holograma el que está en el arco, el rubio de riesgo que quiso atrapar el zurdazo bobo del galés. Gana quien se ha preparado para la tormenta. Gana siempre, entonces, el Madrid.
“Son dos años y medio los que llevo aquí. No podemos hablar del ‘Real Madrid de Zidane’ –dijo el francés en una conferencia de prensa–. Aunque me guste lo que estamos haciendo, para decir eso vamos a esperar un poco. Es el tiempo el que hace las cosas. No lo estamos haciendo mal, pero tengo que seguir”.
Es el tiempo el que hace las cosas.
El tiempo.
Y el tiempo se entrega a los que mejor juegan en cada puesto, parece.
Sergio Ramos, Marcelo, Kroos, Modric, Isco, Benzema, Ronaldo, la chilena de Bale.
Nada extraño bajo el cielo de Europa.
Hasta el tiempo –parece– es hincha del Madrid.