La amargura metódica es un hermoso título. Lo eligió el sociólogo Christian Ferrer para su biografía de Ezequiel Martínez Estrada. El mismo que podría llevar, con toda justicia, una obra dedicada a Dante Panzeri. Porque Panzeri, el hombre que edificó el mito más perdurable del periodismo argentino, creía que el descontento formaba parte de las herramientas indispensables en la profesión. La felicidad obstruye el juicio, compite con la inteligencia, pensaba. Y desde esa incomodidad primordial, esa amargura necesaria, elaboró una prosa consecuente. Una larga diatriba por la que desfilan sobre todo sus enemigos, que son los enemigos de un bello país imaginario y puro llamado fútbol.

dante PEntre los nombres propios contra los que embiste a repetición ocupan un lugar de privilegio Alberto J. Armando, presidente de Boca durante más de veinte años y quintaesencia de la prepotencia destructiva, según Panzeri, de la burguesía en la dirigencia del fútbol; el Toto Lorenzo, el Gordo Muñoz, la cofradía de Estudiantes comandada por Zubeldía… La lista es larga y se expande indefinidamente: los dirigentes (salvo don Pepe Amalfitani, un prócer solitario, a la antigua, austero y campechano), los directores técnicos, la “modernización” emprendida en la Argentina luego del Mundial del 1958, el resultadismo y el mercantilismo que, a su entender, se volvieron dominantes; el Fútbol Espectáculo, la jerga viciada de los periodistas (“Los que no saben hablar le enseñan a hablar mal al país”), la frivolidad de los periodistas, los periodistas… Claro que sí: es más sencillo enumerar sus exiguos acuerdos y simpatías. Se reducen a un fundamento básico, que se podría parafrasear más o menos de esta forma: el fútbol –luego, los demás deportes– debe ser transmisor de valores (“una fuente de formación de hombres formales”), una competencia sana regida por la caballerosidad, dónde el triunfo es una mera circunstancia, apreciable únicamente en caso de que se obtenga con buenas artes, un bello estilo y genuina superioridad. Fuera de eso, para Panzeri, no hay nada. O, mejor dicho, habita el mal (la mugre, la inmundicia, para traducirlo a sus términos) y él se abocó a la tarea de combatirlo.

Como buen dogmático, don Dante se llevaba a los palazos con el mundo real. No se esmeraba en desagregarlo y tratar de comprender sus complejas articulaciones (habría sido una concesión). Se limitaba a almacenarlo en uno de los dos nichos concebibles: la decencia y la indecencia. Su arsenal argumentativo, que no era escaso, apuntaba en esta dirección. Igual que su riguroso uso de la información, su trajín en el archivo, las modulaciones enfáticas de su escritura (¡párrafos enteros en mayúscula!) y su vasto conocimiento en materia deportiva.

danteAhora bien, en su guerra santa fue de una coherencia inquebrantable. Agresivo por demás en la palestra (no dudaba en llamar imbécil al que pensaba distinto y, por ejemplo, defendía a un jugador que a él no le gustaba), también se impuso a sí mismo una conducta acorde a su rígido credo binario. Jamás negoció una coma de sus notas, jamás depuso sus armas por presiones, favores, dinero, movilidad en la escala jerárquica o modas editoriales. Mucho menos, por supuestas demandas del mercado. La opinión del público lo incitaba a respuestas muchas veces kilométricas, pero no afectaba su estilo explosivo. No buscaba el aplauso ni evitaba la puteada. Su honestidad, su absoluta transparencia era motivo de respeto aun para la cuantiosa legión de adversarios que se dedicó a cosechar.

Luego de veinte años en El Gráfico, los últimos tres como director, renunció sin dudar en cuanto los dueños de la empresa le ordenaron publicar un texto para promocionar a Álvaro Alsogaray, por entonces ministro de Economía y uno de los ideólogos de la selva liberal argentina. Corría el año 1962. Panzeri no reconocía ninguna bandera política como propia. Por supuesto, creía que se trataba de un submundo de estafadores. De la misma manera, despreciaba a los militares, tan bien reputados en esa época. Así que Alsogaray le daba lo mismo que cualquier otro. Pero el estatuto Panzeri señalaba que, incluso las más altas autoridades de la revista, debían abstenerse hasta de la mínima participación en los contenidos editoriales. En esos dominios, sólo contaba su arbitrio. Y sus caprichos, como el de destinarle la tapa –su última tapa como director– a Antonio Báez, un enorme jugador que alternó en la Máquina de River, cuando hacía años que se había retirado. Entendía que era un compromiso impago y eso supera, en la lógica panzeriana, cualquier recomendación de los manuales periodísticos.

En toda su carrera, que también tuvo múltiples escalas en la radio y la televisión, siempre destiló la misma verba acre, el mismo fanatismo por sus convicciones, el mismo aguante para defender su integridad, la misma vocación de gritar en el desierto y la misma libertad para obedecer sólo los dictados de su conciencia. Además, amó el fútbol como pocos. Y a algunos futbolistas que cuadraban en su paradigma ético como Carlos Peucelle, Adolfo Pedernera y Ernesto Lazzatti. Con los dos últimos llegó a compartir tareas periodísticas.

DP ultimaEs esta conducta la que le deparó a Dante Panzeri sus admiradores y acólitos. Sobre todo entre el progresismo. ¿O le decimos izquierda moderada? Su último combate, contra el Mundial 1978, decora su final con un gesto rebelde ante la dictadura y quizá eso influya. Pero el discurso de Panzeri tiene una profunda y poderosa raíz conservadora.

“(…) El rugby no me gusta. Me gusta su gente. Que es la misma que tuvieron todos los deportes que hoy nos transmiten frecuentemente la sensación de que estamos sucios (…)”, escribía Panzeri en 1965 en el diario El Día. Como los dinosaurios del rugby, como los aristócratas, Panzeri creía que hay que estar habilitado moralmente para entrar a la burbuja sagrada del deporte. Según la razón elitista, la plebe no lo está. Y el dinero del salario prostituye ese ámbito incontaminado. Fractura la entelequia, el espejismo donde lo mejor de la sociedad exhibe sus valores de nobleza y caballerosidad. Donde los señores compensan, enaltecidos por la pelota o el florete, sus muchas ruindades cotidianas.

Creo que a Panzeri no le molestaba la plebe. De hecho, tenía un pasado de potrero y ciertas entonaciones de atorrante. En su futbol ideal, resabio de una época perdida y de existencia indemostrable, el daño verdadero lo producen los burgueses infiltrados en los despachos de la dirigencia y aledaños. Ellos encarnan la ordinaria dictadura del dinero; la muerte de los principios morales y de la sensibilidad.

 

Nota del autor: las citas están tomadas de Dirigentes, decencia y wines, la soberbia antología de Matías Bauso (Buenos Aires, Sudamericana, 2013)