Mientras la AFA no logra reunir las chirolas para pagarles a los árbitros del ascenso, una Selección de magnates juega un campeonato fantástico en la capital del primer mundo y está a un paso de salir campeón. La comparación no busca el escarnio, sino que ilustra la disparidad entre una institución devastada y el equipo que la representa. Y acaso también dice algo acerca de cuán argentina es la Selección Argentina, toda vez que la mayoría de sus integrantes no tienen siquiera un vínculo remoto con el fútbol de estas tierras, ni con el público y sus cuitas, entre ellas la resurrección de la derecha más rancia e impopular de la mano del voto popular.
Sin embargo es inevitable la identificación con la camiseta y la apropiación de Messi –el compendio más perfecto del acervo histórico criollo– como patrimonio nacional, por más que el tipo conozca Rosario por fotos y no sepa dónde queda la cancha de Boca. Quién o qué lo representa a uno es algo que se elige como un par de zapatos. Sin ir más lejos, el redactor de estas líneas ha adoptado la nacionalidad afectiva irlandesa, por mera admiración a esa tierra de valerosos borrachines y geniales escritores (también borrachines), siempre orgullosamente adversa a la tiranía de la corona.
No era este el tema, sin embargo. Sino la excitación que cunde en la hinchada argentina a poco de la final. Y, por otra parte, el debate signado por una corrección política inútil que desvaloriza (como si fuera el capricho de algún despistado) la necesidad acuciante de ganar.
Por supuesto que Argentina debe y necesita ganar. Así lo entienden desde su entrenador hasta el último suplente. El equipo del Martino fue a la tierra de la hamburguesa y el fusil a jugar un solo partido. El del domingo, la final. Esto no implica triunfalismo, aullidos de insatisfacción enfermiza ni, mucho menos, arrogancia deportiva. Se trata de interpretar el lema básico de los competidores de cualquier laya: superarse a sí mismos.
Si la Selección ha sumado dos subcampeonatos al hilo, es poco menos que delirante esperar que los futbolistas y su público se contenten con repetir el puesto, por muy decoroso que resulte. Nadie celebra el estancamiento. ¿Se jugó mejor que hace un año y por lo tanto es imposible hablar de retroceso? No lo sé. Recuerdo un partido espectacular ante Paraguay en el torneo de 2015, por poner sólo un ejemplo de faenas de altísimo vuelo. Pero con la misma nitidez se proyecta en mi memoria la vuelta olímpica de Chile. Y debo reconocer, con una mano en el corazón, que esta última escena es más poderosa que cualquier destello de virtuosismo.
Ahora, en Estados Unidos, ante Venezuela y el equipo local, por caso, la Selección deslumbró. ¿Significa que elevó el nivel de sus propias prestaciones y que esto debe dejarnos satisfechos porque es lo prioritario, como pretenden los abogados de la forma? Bullshit. Este plantel ha tenido actuaciones brillantes a lo largo de todo su recorrido ante europeos y sudamericanos. Su reputación es la más cotizada según la aritmética de la FIFA. No nos debemos una revolución táctica (irrelevante) ni la promoción del nuevo rey (¡ya lo hicimos!). Digámoslo entonces sin vergüenza: lo único que falta es salir campeón. Argentina es el mejor equipo. Si habláramos de canotaje o vóley, un realismo idéntico nos llevaría a abrigar ilusiones más modestas.
¿Y si no gana Argentina? Pues nada. Nos haremos una mala sangre transitoria y luego elaboraremos una nueva horneada de argumentos para reciclar las expectativas. Messi seguirá en su pedestal (aunque objetaremos a sus laderos o al entrenador, que no supo aprovechar como se debe el lenguaje de sus pies) y las victorias abrumadoras no se moverán del archivo. Pues el fútbol, como la poesía, es un arma cargada de futuro. Sempre avanti. Perder es un drama moderado: dura unas horas. Obliga a cambios, eso sí: ahí está su costado didáctico. Nada grave. Como tampoco lo es querer ganar alguna vez por sobre todas las cosas y decirlo sin falsa elegancia. Para sacarse nomás la piedra del zapato.