La pelea mano a mano, sin fierros y sin hipocresía, es un hecho fundamental en nuestra formación como hombres civilizados. No hay manera de crecer en paz con uno mismo, si no se ha mantenido una lucha cuerpo a cuerpo con un semejante.

A todos los futboleros argentinos de menos de 35 años, a lo largo de nuestra vida nos han hecho creer que tenemos dos grandes problemas: la imposibilidad de ganar una Copa del Mundo y la “Violenciaenelfútbol”, así todo junto. Con el primer flagelo hemos aprendido a convivir y hasta ya tuvimos el dudoso placer de disfrutar de un par de finales. Por eso, no será el tema de estas páginas. En cambio, sí se buscará abordar el tema de la Violenciaenelfútbol, que lejos de ser una calamidad, es un aspecto imposible de disgregar de nuestra pasión.

El acto primario de la lucha digna y de frente nos hermana con la raza humana, nos acerca a nosotros mismos y a nuestro rival. Porque en realidad el objetivo no es destruir al otro, humillarlo, sino compartir la dicha de estar vivos. Y si esa contienda está relacionada con el fútbol, la más importante actividad extra-laboral de nuestra cultura, todo adquiere otra trascendencia.

El fútbol es el ámbito en el que la mayoría de nosotros ha aprendido a vincularse con el resto. En el barrio, en el club, en el recreo y en la cancha. Cada lugar de pertenencia se convertía en eso porque allí estaba la pelota. El fútbol no es un deporte ni un entretenimiento, es el ámbito en la que cierto sector de nuestra sociedad se relaciona. Por eso tiene semejante importancia y por eso debe ser defendido de cualquier manera.

El objetivo de estas líneas es reivindicar una forma de pelea: la del video que ilustra la nota. Allí no hay golpes traicioneros ni ataques por la espalda. No hay deslealtades, no hay alevosía. Hay violencia, sí, pero también hay hermandad. Está todo muy claro. Somos nosotros contra ustedes. Vamos a pegarnos, nos va a doler. Pero no vamos a ir más allá. Porque defendemos dos colores distintos, pero somos lo mismo.

En una lucha como esta no entra en disputa ningún tipo de negociado ni tampoco hay etiquetas como la de “barra brava”. Somos dos grupos de hombres que entendemos nuestra pasión de una determinada manera. Creemos que debemos defender el honor por intermedio de la fuerza. Por supuesto que no es la única manera de hacerlo, pero sí es la que en determinado momento prevalece. Y nos hacemos cargo. Nos hacemos cargo. Hay que pelear, peleamos. Defendemos a nuestros amigos, a nuestro club y a nuestra historia. Pero respetamos al rival, no lo pisoteamos. Lo honramos con una buena piña. Y si se cae, lo levantamos.

El concepto es solidario. Lejos está de esa sed de violencia individualista de la película “El club de la pelea”. No es una búsqueda egoísta, no es para quemar energías ni para lidiar con las miserias cotidianas del ego. Es la forma de acompañar a nuestros compañeros, de honrar nuestros ideales. En definitiva, lo hacemos porque estamos juntos. Somos dos grupos de hombres que amamos una bandera. Nos mueve esa idea discepoleana del amor por un club.

El fútbol es una pasión. Y sin un poco de locura, la pasión no existe. “Sin el animal que habita dentro de nosostros somos ángeles castrados”, dijo alguna vez Hermann Hesse. En los estadios de nuestro país (y de todos los países) no hay ángeles, hay muchachos que maduraron a fuerza de golpes que les dieron la vida y otros muchachos. Que aprendieron a amar a un club al mismo tiempo que a su familia y a sus amigos. Que encontraron su identidad en una camiseta. ¿Cómo alguien no se va a pelear por su identidad? Si en eso se nos va la vida. Alguno podrá decir que es un modo triste y vacío de existir, pero nadie puede juzgar lo que moviliza al prójimo. Sí sus actitudes.

Aquel lector que considere que este elogio tiene una mínima relación con las organizaciones criminales que han poblado nuestras tribunas desde hace algunas décadas, no entendió el mensaje. Esos tipos que se pasean armados y tienen como única meta generar ingresos para sus profundos bolsillos y los de sus socios de saco y corbata, jamás fueron los mismos que se citan con otra barra y se fajan como Dios manda. Quienes utilizan la pasión como un negocio son enemigos de los hombres sensibles que defienden sus amores.

El problema del concepto “Violenciaenelfútbol” nunca es la violencia en sí misma, no son las piñas y las peleas que reivindicamos desde este espacio. El problema de nuestro fútbol, el que nos acompaña desde que nacimos, no es la violencia. Es todo lo que la rodea. Aquellos que la utilizan como una forma de extorsión para garantizar su negocio, los que convirtieron al hincha en un estereotipo, la policía que le echa nafta al fuego y los que, desde un púlpito, reclaman educación mientras fomentan el caos porque vende.

El video tiene una calidad cinematográfica por el escenario, los protagonistas y las actitudes de los mismos. Pero es real. La riña sucede en algún rincón de Dinamarca, entre un grupo de hinchas de GAIS Gotemburgo de Suecia y otro de hooligans de Helsingborg y Copenhagen. Básicamente, son suecos contra daneses. Dos de las naciones más “civilizadas” del planeta. Una contienda como esta, con reglas no escritas pero muy claras, es un gesto de urbanidad superior.

Es muy fácil decir “pegarle a otro está mal”. La afirmación en sí misma es imposible de refutar. Por supuesto que, a primera vista, es mejor no utilizar la violencia que utilizarla. Pero sin un contexto las palabras son sólo palabras, no tienen significado real. A veces es necesario acercarse a nuestro lado más salvaje para hacernos cargo de vivir.

El fútbol, para muchos de nosotros, despierta la pasión más brutal y, como en todos los amores, lo irracional se hace presente. Entonces, debe salir en forma de violencia, pero con la dignidad y el honor necesarios para respetar al otro como a nosotros mismos. Porque al rival lo honramos con una buena piña.