Disculpen que insista de nuevo: cuando el fútbol es solo un juego, es un juego bastante estúpido. Los desplazamientos largos, los desmarques, los centros, los regates imposibles… sí, por supuesto, el espectáculo puede tener interés. Como el que tiene en Estados Unidos, donde no significa nada más allá del juego y donde lo practican los niños y las niñas como actividad escolar, sin otro público que sus familias. El fútbol tiene importancia, y una cierta trascendencia, por lo que volcamos en él: desde lo colectivo, como la política y la historia, hasta asuntos estrictamente personales como la alienación, la soledad o la rabia. Como gran fenómeno de masas del siglo XX y, por lo que se ve, del XXI, el fútbol consiste en la reglamentación más o menos estricta del furor social y de ciertas pulsiones altamente peligrosas. Quien ha acudido a un estadio sabe lo que se siente y lo que se grita. Al día siguiente, la vida sigue. El fútbol funciona como una droga administrada de forma recreativa: nos hace saltar los límites de la corrección y de la sensatez, pero no nos destruye.

Hablamos, pues, de dosificación. En el estadio se puede insultar al árbitro o a quien sea, pero no agredir físicamente; lo que se hace en el estadio no debe hacerse fuera; el auténtico sentido del rito (una recreación simbólica de la guerra) constituye un tabú o, al menos, algo que preferimos no interpretar de forma literal. Es solo metáfora, nos repetimos.

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Sabemos, sin embargo, que la experiencia es más intensa (euforizante, dolorosa, agotadora) cuanto menos se reglamenta el asunto. No hablo del reglamento del juego, sino de lo otro, de lo importante, de aquello que ocultamos tras la maraña de los símbolos. Entremos ya en materia: a mí no me caen mal tipos como Paolo di Canio. ¿Les suena? Fue futbolista en Lazio (donde fundó el grupo de seguidores fascistas Irriducibili), Nápoles, Juventus, Milan, Sheffield Wednesday, West Ham y Charlton y alcanzó una cierta notoriedad por sus saludos brazo en alto y sus tatuajes mussolinianos. Es el mismo tipo al que la FIFA otorgó, con toda la razón, un premio al juego limpio: en el último minuto de un Everton-West Ham y con empate a uno en el marcador, el portero del Everton cayó al suelo fuera del área, aparentemente lesionado, y alguien le pasó el balón a Di Canio, quien en lugar de rematar lo tomó en las manos para que atendieran al rival. Cosas del fascismo caballeresco.

¿Se imaginan cómo se ponía el estadio, a favor o en contra, cuando aparecía Di Canio? Al rojo vivo, claro. No hacía falta que levantara el brazo. Como no hacía falta que Cristiano Lucarelli levantara el puño en el estadio Armando Picchi de Livorno para que la afición, en la que abundaban (y abundan, ahora quizá menos) los simpatizantes comunistas, para que la grada entrara en delirio (o en una furia casi epiléptica, si el estadio era otro). Esos tipos eran provocadores, comentará alguien. ¿Sí? ¿También lo era Carlos Caszely, el gran delantero chileno que fue apartado de la selección por rechazar la dictadura de Pinochet? ¿O Jorge Carrascosa, que llegó a ser capitán de la selección argentina y se negó a disputar el Mundial de 1978 para no ejercer como recurso propagandístico de la dictadura de Videla?

El Lazio de 1974, inesperado ganador del Scudetto italiano, fue llamado el grupo salvaje. Sus integrantes eran abiertamente fascistas, llevaban armas y las usaban (Petrelli disparó una vez para ahuyentar a un grupo de seguidores de la Roma), peleaban en el vestuario con botellas rotas (Martini contra Chinaglia) y uno de ellos, Re Cecconi, murió de un tiro al simular el atraco a una joyería. Estaban locos y eran peligrosos. Pero nadie ha olvidado la fiebre que provocaban en los estadios. Eso no era droga de uso recreativo, era heroína en vena. Y creaba adicción.

barcaEl fútbol, entre otras cosas, es política. De la grande y de la pequeña. Ningún Gobierno, incluido el español, desaprovecha la ocasión de transformar las victorias de una selección en victorias nacionales y diplomáticas. Dicen que un campeonato mundial proporciona al país ganador (nótese que puede utilizarse la palabra país en lugar de equipo o selección) un incremento de dos puntos en el Producto Interior Bruto. Eso es indemostrable y probablemente falso, pero da una idea de la magnitud del asunto. A falta de una selección oficial, el independentismo catalán utiliza al FC Barcelona como «ejército desarmado de Cataluña», según la célebre frase de Manuel Vázquez Montalbán. Igual que el franquismo echó mano del Real Madrid como emblema de la salud de la dictadura. Esto es así, por más que repitamos que se trata solamente de un juego, que los futbolistas son buenos chicos y deportistas sanotes, que la mafia y la corrupción son excepciones en las estructuras societarias, que hay que transmitir a los niños valores positivos… En fin, esas mentiras piadosas que nos decimos para seguir disfrutando de la droga.

Quien ha asistido a un partido de alto riesgo, de altos decibelios y de alta concentración de gases lacrimógenos a la salida, conoce la realidad. Esa barbaridad, esa quiebra de la cordura y del orden público, esa orgía brutal que repele al público familiar, a los timoratos y a los no adictos, ese disparate en el que se derrama sangre y se cometen actos imperdonables, es fútbol en estado puro.

Lo otro es metadona o, en el mejor de los casos, heroína al 3 %. Casi placebo. Socialmente menos corrosivo, políticamente menos provocador, menos peligroso para todos nosotros, pero Ersatz. El fútbol puro, el fútbol que libera toda la energía de las masas, es pura subversión.

 

Texto publicado en el muy recomendable sitio español JOT DOWN – Comtemporary Culture Mag.