El cruce de Mascherano a Robben fue la jugada emblemática de Argentina en el Mundial. La que se recordará con el paso del tiempo. No se recordará ningún gol en ningún arco rival, pero sí un cruce que evitó un gol en el arco argentino. Sencillamente porque a eso jugó Argentina a partir de los cuartos de final: a que no le metan goles más que a meterlos. No podemos decir que no estábamos alertados. El técnico lo avisó en la conferencia de prensa previa al choque con Bélgica: “Tenemos que ser inteligentes para ver con cuánta gente atacamos”. Hoy, ya más tranquilos y visto lo visto, estamos seguros de que lo que quiso decir Sabella fue “nos vamos a defender y vamos a ver cómo nos buscamos la vida para meter un gol”.
Y a partir de ahí, Mascherano fue más importante que Messi. Mascherano estuvo bien rodeado y Messi, no. Aquel partido con Bélgica se resolvió rapidito gracias a, posiblemente, lo único bueno que hizo Higuaín (además de devolverle la pared a Messi en el 2-1 a Bosnia) en el Mundial. Tras ese gol, Argentina se defendió y apostó nada más que a un contraataque. Fueron dos que podrían haber estirado la cuenta: uno de Higuaín y uno de Messi, ambos mal terminados. Acá, quizás, haya estado el gran déficit de este equipo. Si se juega a aprovechar el mínimo error del rival, hay que acertar. Si no, pasa lo que pasó.
El ya lejano festejo exagerado, casi desmedido, de Sabella por el gol en contra de Bosnia a los dos minutos nos dio la pauta de que los goles argentinos iban a escasear. Lo que no pensó nadie es que iban a ser tan poquitos. Apenas dos en los cuatro cruces a todo o nada. ¡Dos! Dos goles en cuatro partidos y tres alargues. Y cero gol en los últimos dos partidos. Es verdad que se puede mirar el otro lado: Argentina apenas recibió un gol en todos los partidos definitorios. Haber logrado esa solidez defensiva habría estado buenísimo si no se hubiera pagado tan cara.
Lo de Argentina fue un 4-4-1-1 muy poco rígido, con Higuaín (o Palacio, o Agüero) y Messi peleando contra las defensas rivales. A veces los ayudó Enzo Pérez. A veces, Lavezzi. Casi nunca Zabaleta y Rojo. Menos Mascherano y Biglia, que no se movieron de su quintita salvo para irse hacia atrás. Por momentos, en la final, Argentina jugó como si estuviera con dos futbolistas menos. Esa sensación de inferioridad desde antes de empezar no es digna de un equipo argentino. La Selección hizo lo que solían hacer los equipos chicos en la Bombonera o en el Monumental: todos atrás y que nos salven el 10 o el 9. Para jugar a eso, Sabella debió haber llevado a, por ejemplo, el Picante Pereyra, acostumbrado a buscarse la vida solo.
Pese a la poca valentía, Argentina fue claramente el segundo mejor equipo del Mundial. A Holanda, el otro candidato, le ganó por penales pero le había ganado por puntos sin discusión en los 120 minutos. Lo mismo a Suiza y a Bélgica. Pero esos partidos los miramos casi sin la angustia de la posibilidad de la derrota. Porque eso buscamos: no perder antes que ganar. Y, la verdad, también nos aburrimos mucho. El partido con Holanda no lo volveremos a mirar porque fue una porquería, aunque la tensión nos haya podido hacer creer otra cosa. Desde la tensión y el sufrimiento para lograr lo que no se lograba desde hace 24 años, la alegría es irreprochable. Desde el juego, que de eso se trata, Argentina aprobó la materia de defender pero nos quedamos con la duda de saber qué hubiese pasado si también se atrevía a atacar como un equipo grande que no demostró ser.