El pueblo de la metrópoli tiene sus pasiones hondas e irrefrenables. Una de ellas, la más típica y vehemente, toma el aspecto externo del fútbol. Los estadios de deportes, construidos especialmente para los espectáculos de ese tipo, con capacidad para más de cien mil personas, se convierten los días feriados en templos a los que concurren feligreses de un culto muy complejo y muy antiguo. La forma que reviste es sencilla: asistir con desbordante apasionamiento a un partido de fútbol que el espectador profano jamás podrá sentir qué significa. Es un acto que acumula el violento deseo de lucha, el instinto de guerra, la admiración a la destreza, el ansia de gritar y vituperar. No es un juego, por supuesto, sino un espectáculo semejante a una ceremonia religiosa con que los pueblos antiguos calmaban la necesidad de arrojar de sí a los espíritus de la ciudad sometidos por la disciplina y las normas de la convivencia social. Con la misma necesidad catártica se va a la iglesia y se iba al teatro de Dionisos.
Desde horas antes de iniciarse el partido afluyen a las tribunas toda clase de gentes desde todos los barrios de la ciudad. Trenes atestados, tranvías, ómnibus y coches que en ocasiones se alquilan colectivamente transportan una población que el resto de la semana se somete a las tareas sedentarias y acata las demás ordenanzas urbanas. Ese día pertenece a la divinidad de ébano. La pista, de un atenuado verde de gramilla, se destaca en el redondel de las gradas que forman un anillo, viviente y vibrante. Es la misma plaza de toros, la misma disposición romana del circo, y es la misma muchedumbre que espera ansiosa el misterio de su brutal purificación. El horizonte se recorta en el cielo; las altísimas paredes de circunvalación del estadio se levantan por encima de toda perspectiva. No existe la ciudad, no existe el mundo. El círculo de espectadores encierra como en una isla apartada de la vida, de la historia, del destino, una población que ha roto todo vínculo con la familia y el deber.
Han borrado de su memoria todo el pasado, han suprimido su propia existencia de ciudadanos con nombres, edad, domicilio y oficio, para reducirse a entes abstractos, entidades de pasión incandescente, de libres e irresponsables efusiones. Cuando aparecen en la pista los jugadores, un torrente de voces rueda por las gradas y se eleva al firmamento vacío. Entonces se opera el misterio de la fascinación. Desde ese instante el estadio se desconecta de la tierra y emprende su marcha de bólido a través de un piélago de emociones. Es como la sala obscura del cinematógrafo; un lugar fuera del espacio, del tiempo y de la realidad.
Los jugadores, vibrantes en la misma onda caliente del público, concentrados en sus músculos, como los rayos del sol por la lente, las miradas y los impulsos de la pasión, juegan como si defendieran su vida de las fieras. Es la pelota como el león o el toro, un objeto que asume un significado simbólico, de un valor que no puede medirse sino por la tensión de quien combate a muerte.
La pasión de los jugadores y del público no es pura, como tampoco en las carreras, donde el interés de la apuesta absorbe el espectáculo magnífico de los caballos y los jinetes con chaquetillas de colores. En la pasión que hierve en los estadios de fútbol están en combustión todas las fuerzas íntegras de la personalidad: religión, nacionalidad, sangre, enconos, política, represalias, anhelos de éxito frustrados, amores, odios, todo en los límites del delirio, en fundida masa ardiente. Los jugadores van liberando, exacerbando, sofocando ésos líquidos ígneos como si maniobraran en cauces con diques y fosos en que ese raudal toma forma. Las alternativas del juego configuran la monstruosa fisonomía pasional de cien mil seres homogeneizados en los saggars de los altos hornos humanos. Los jugadores sólo en segundo término tienen personalidad. Ante todo representan a un club, y eso es lo que atrae o repele a los adeptos. La insignia adquiere la importancia de un lábaro; la lucha es del carácter religioso de las cruzadas y es únicamente en los días hábiles, en las fotografías de las revistas y en las láminas de colores, donde las figuras más destacadas o el team entero cobra valores de icono; cuando atemperados los ardores de la pasión encendida, la idolatría se contiene en los límites del fervor y la devoción. Mientras el juego dura, es un club contra otro, una enseña contra otra, los adictos contra los adversarios lo que actúa, se mueve y enciende la pasión.
En cierto modo todos los afiliados a ese club más los simpatizantes vienen a configurar un clan. Mucho mejor que en barrios y en clases sociales, la población de Buenos Aires se encuentra dividida en clanes, según los clubes de fútbol, y esos clanes pueden coincidir o no con el plano de la ciudad, aunque la simpatía no establezca entre los individuos ningún vínculo superior al de un previo acuerdo. La condición positiva del clan es la tensión contra los demás clanes; tiene como función esencial la descarga de enconos y esto da los caracteres bélicos entre los clanes, en que los miembros de cada uno de ellos no se sienten ligados entre sí sino en cuanto combaten juntos contra el enemigo común.
Estos tumores dominicales y festivos que se forman y se disuelven inadvertidamente por la actividad restante de la urbe, purgan a sus células patógenas de peligrosas fuerzas antisociales que podrían hacer trepidar la ciudad y, en cualquier grado, henchirla de humores y gases maléficos hasta que estallara. Purgados así los espíritus para llamarlos de algún modo, los ciudadanos regresan a sus casas despojados de una carga hostil, aun cuando su club haya perdido y lleven en el corazón los resabios amargos de la derrota que los alcanza a ellos, inevitablemente, con visos de desdicha personal. Ese encono, esa amargura están purgados también. Son formas atenuadas y de laboratorio de aquellos virus destructores. Pero tampoco, para ser justos, debe atribuírseles a los pobres adeptos más culpa de la que tienen. Es el clan, institución eterna, que los precedió por decenas de millares de siglos y que los sobrevivirá con no menos largueza, el núcleo de esas fuerzas antisociales y disolventes que se cuajan con aspectos deportivos y mancomunales. La ciudad engendra esos tumores que rellena con ciudadanos; ellos no vienen a tener otra intervención que la de los rehenes que no se sabe por qué destino han de aplacar con sus vidas las furias de las divinidades de ébano. Toda ciudad se gesta partenogenéticamente sus estadios de box, de fútbol, de competiciones violentas, sus hospitales, sus bibliotecas, sus comisarías y sus hampas. Está en el plano de la ciudad.
“El estadio, donde se reúnen las grandes multitudes para presenciar esos espectáculos es, lo mismo que la fuerza de la policía, uno de los estigmas característicos del régimen metropolitano; aquí está, si es que existe en alguna parte, su drama esencial: la proeza espectacular y la muerte espectacular. En la mayoría de esas exhibiciones se estimula un sentido invertido de la vida, como consecuencia del miedo y de la proximidad de la muerte. La mutilación de las víctimas destinadas al sacrificio es uno de los momentos intensos del espectáculo, tal como ocurría antaño en los combates de gladiadores romanos o en los asesinatos exigidos por el ritual azteca. Sin la muerte, o la amenaza de la muerte, el populacho siente que ha sido engañado; por eso es necesario reforzar la intensidad de los juegos menos peligrosos, tales como el béisbol o las carreras de caballos, con apuestas, a fin de alcanzar el grado de excitación que produce una competencia de cow-boys o una carrera de automóviles. No sólo los que presencian esos mórbidos espectáculos sienten las emociones que producen, sino también aquellos lo suficientemente humanos como para aborrecerlos, pues la radio y el diario les darán todos los detalles de esas exhibiciones” (La cultura de las ciudades, por Lewis Mumford, IV, 12).
Cuando esas conglomeraciones adventicias revisten su papel auténtico, despojadas del hábito circunstancial con que asisten al estadio, es al derramarse por la ciudad, regularmente en camiones, agitando sus lábaros y entonando estribillos de júbilo que no alcanzan a ser canciones. Son gritos, actitudes que se vociferan y se arrojan a la cara de los transeúntes, bocanadas de ancestrales hálitos de caverna. Se siente un estremecimiento en las carnes no menos antiguo que esas voces. Esas partículas de población pueden polarizar por cualquier motivo de análoga naturaleza. Son las que también engruesan las manifestaciones políticas, en muchedumbres que emplean los mismos estribillos, con las mismas tonadas y el mismo agresivo ademán. Antes eran también las máscaras que, desgraciadamente, van desapareciendo o cambiando de disfraces.
Los políticos hacen presa, como las fieras al acecho, de esas muchedumbres. Se entregan aparentemente a ellas; concurren a sus estadios para exhibirse y, si están en el poder, descienden a veces a la pista para iniciar el juego. La muchedumbre los aclama o los silba y es lo mismo. El político sabe que aplauso y silbido significan una demostración pasional, un santo y seña de entusiasmo irracional, que tarde o temprano ha de servirles.
Fragmento de la segunda edición del ensayo “La cabeza de Goliat. Microscopía de Buenos Aires” (1946)