Las primeras cuatro o cinco intervenciones de Mariano Closs en la presentación del partido de River contra el Sanfrecce Hiroshima tuvieron una clara referencia a la lejanía. Desde bien temprano en la mañana, el relator arrancó: “el partido que se juega allí”, “mucha gente aquí, en Argentina”, “nosotros los acompañamos desde Buenos Aires”. Closs no perdió oportunidad para remarcar que el evento deportivo que sucedería a continuación, en la pantalla propia, sucedería bien lejos. Allá. Donde él no estaba.
Contra lo que podría esperarse de la señal dueña de la transmisión, la sensación no era “te acercamos algo que pasa en otro lado”, sino más bien, “qué lejos está pasando esto que mostramos”.
En una jugada de Sánchez, casi burdamente agregó algo así como: “En este de 40 pulgadas también era offside”.
De hecho, la cuestión quedó particularmente en evidencia cuando -promediando el primer tiempo- Mariano explicitó los problemas de hacer una transmisión con relato remoto. “Habría que ver si los de arriba se están moviendo o no, parecería que sí. Y ahora hay que ver si estaba en offside. Esa es la macana de verlo por televisión”, arrojó, básicamente admitiendo ante el televidente lo limitado de sus posibilidades profesionales debido a la ubicación geográfica.
En una jugada de Sánchez, casi burdamente agregó algo así como: “En este de 40 pulgadas también era offside”.
Podría parecer un sincericidio si no se pareciera tanto a una queja, a un desplante frente a los directivos del canal que decidieron ahorrar enviando al insoportable Benedetto y a otro hombre de campo de juego a Japón, en lugar de enviar al equipo completo con relator y comentarista incluido. Closs se fastidia y expone el artificio de la TV. Le deja masticado al televidente el mecanismo de amarretismo empresario y su sensación particular: “No nos quisieron mandar, y no es lo mismo”. Su aclaración resulta clave, porque podría intentar esconderlo, como se hace cada fin de semana cuando en Fox o ESPN transmiten fútbol de Italia, España o Inlgaterra y anuncian: “Les traemos desde el Camp Nou…”, o desde Old Trafford o cualquiera de sus variantes.
El mecanismo que utiliza el relator no es inocente. Deja expuesto lo que podría llegar a pasar más o menos inadvertido y lo hace públicamente a través de la pantalla que representa. Cabría pensar que es algo más o menos inocente, pero no es la primera vez que lo hace. Ya había mostrado cierto fastidio y cierto desgano en alguna oportunidad que lo dejaron en tierra en lugar de hacerlo volar a ver a un equipo argentino en la Copa Libertadores.
En algún punto, lo entendemos y compartimos su postura. Hay una lucha sempiterna entre los periodistas y los dueños de los medios publicitarios. Unos, cuando tienen conciencia de su verdadero rol y cierta capacidad, buscan la excelencia profesional aunque eso infle los costos. Los otros se empiezan a convencer de que no hace falta gastar más, porque en definitiva da igual: da igual que el relator esté en Japón o lo mire por TV; da igual tener fotos propias que robar de Twitter; da igual escribir desde Osaka que desde la redacción en Tacuarí.
Pero Closs tiene razón: no es lo mismo. Piénsenlo incluso como hinchas. ¿No hay diferencia entre volar con tres escalas, aterrizar en una cultura ajena, comer con palitos e ir al estadio y la alternativa de prender Fox con el mate y las medialunas?
Lo peor del caso es que muchos periodistas sin demasiadas ideas camuflan la diferencia. En mil ocasiones se piensa, se dice y se escribe lo mismo desde allá que podría pensarse o escribirse desde acá. Y más grave todavía: se escribe desde acá como si se estuviera allá. Se firman notas en diarios escritas acá, y se las firma con el nombre del único enviado especial, que muchas veces publica de a páginas en los diarios nacionales, como si fuera posible que un sólo superhombre mandara notas para llenar un suplemento.
Closs usa el medio del empresario para apoyar conceptualmente una lucha que debería ser del gremio. Concientiza al espectador. Planta su bandera ideológica en un medio que lo tiene como referente. No es que disfrutemos de su fastidio ni que él mismo sea santo de nuestra devoción. Pero esto que hace -y aunque con el transcurrir del partido el entusiasmo vaya acomodando su postura en un relegado segundo plano-, políticamente no es poco. Y menos en tiempos de billeteras que mandan y empleados siempre públicamente elogiosos del patrón.