Más allá de que la Selección Nacional parece haberse convertido en una perdedora serial de finales, esta derrota con Chile no es el fin del mundo ni mucho menos. Estamos vivos y mañana siempre puede ser mejor. O peor, por supuesto. Pero si nos atenemos a algunas cosas que se vieron durante en el torneo (no en la final, está claro), se puede decir que el futuro no se presenta sombrío.
De las derrotas se aprende y los éxitos obnubilan. Y esta puede ser una buena oportunidad para corregir el rumbo de una vez por todas.
No quiero dejar pasar lo de perdedor de finales serial que dije al principio. Argentina lleva siete finales de Selecciones Mayores perdidas -seis consecutivas- en torneos oficiales de FIFA desde 1990 hasta hoy. Las repasamos: Mundial de 1990 (0-1 con Alemania), Copa Rey Fahd 1995 (0-2 con Dinamarca), Copa América 2004 (2-2 con Brasil y derrota en los penales), Copa Confederaciones 2005 (1-4 con Brasil), Copa América 2007 (0-3 con Brasil), Mundial 2014 (0-1 con Alemania) y Copa América 2015 (0-0 con Chile y derrota en los penales). Simplemente un dato estadístico como para no caerle con tanto peso a esta generación de jugadores. Hay otros que también mancaron en los momentos finales.
Vamos ahora a lo más importante, al juego.
Argentina entregó pasajes de juego muy interesantes en este torneo. Ante Paraguay y Uruguay, en la primera fase, sumó minutos con un fútbol atractivo y audaz más allá de un empate (Paraguay) y un triunfo ajustado (Uruguay). El equipo por primera vez pareció encontrar una identidad, la que profundizó con Colombia y Paraguay, en los cuartos y en la semifinal.
Salida prolija desde el fondo, generación de juego en la mitad de la cancha, sociedad más que productiva entre Pastore y Messi, buena capacidad goleadora de los delanteros, llegadas por sorpresa de los laterales. Con estos antecedetes llegó a la final con Chile, la que por lógico peso de sus individualidades y por capacidad de conjunto debió haber ganado.
Pero la maldición de las finales se hizo presente otra vez. Y, francamente, sería bastante ridículo atribuírsela a cuestiones esotéricas o mágicas. Argentina llegó a la tanda de penales ante Chile sin haber mostrado todo el potencial que lo llevó a la final.
Vaya uno a saber por qué, el equipo prefirió hacer un partido de control, cerrado, sin soltarse, en lugar de arriesgar e ir a buscar a un adversario inferior. Argentina renunció en esta final a todo lo bueno que había hecho para llegar a ella. ¿Inexplicable? Sí. De otra manera no se entiende la cantidad de pelotazos de Romero a dividir o la falta de convicción para salir jugando o saltear líneas con prolijidad. ¿Miedo a perder? Lo más probable. Y aquí hay que decir que el problema no es tener miedo, sino qué se hace para superarlo. Es lógico que la tensión endurezca los músculos y nuble la mente. Pero cuando eso pasa, la única salida es vencerlo, derrotarlo, creer en uno mismo, apostar al sistema. Y con esto no hablo de morir con las botas puestas, lo que me parece una imbecilidad. Digo que hay que recurrir a lo que uno mejor saber hacer porque es la única manera de acercarse al éxito. ¿Es difícil? Obvio. Pero no hay otra alternativa más que apostar a las virtudes propias.
Lamentablemente el equipo que puso Martino en la cancha fue bastante más parecido -en su forma de jugar- al que perdió la final del Mundial con Alemania que al que nos sorprendió en muchos momentos de la Copa América y, que nos ilusionó tanto, que en alguna nota anterior dijimos que “había ganado la idea, el concepto”.
Bueno, no fue así. Nos equivocamos. El concepto, evidentemente, no estaba tan arraigado como pensábamos y Argentina volvió a apostar a un equipo compacto, cerrado, elogiable por su equilibrio pero sin la magia necesaria de la mitad de cancha hacia arriba. ¿Pudo ganar? Claro que sí. Si Bravo no se encontraba con el cabezazo de Agüero y el remate de Lavezzi en el primer tiempo o si Higuain hubiera podido conectar con eficacia el centro de Lavezzi en el último minuto del partido. Algo parecido a lo del Mundial: recordemos los goles perdidos por Higuain, Messi y Palacio.
Pero no podemos estar felices porque fracasamos en tres llegadas netas en 120 minutos de juego. La idea que mostró Argentina en esta final, como en aquella del año pasado, fue otra. La que les gusta a aquellos que elogian el equilibrio por encima de la búsqueda ofensiva o los que se llenan la boca dando cátedra de cómo se deben ganar finales. Se puede elogiar el sacrificio, la entrega, la forma de defender, la honestidad de los jugadores e incluso la contracción a la marca de casi todos (Chile no creó una sola situación de gol clara), pero con eso solo no se ganan finales. Hay que dar algo más. A las pruebas nos remitimos. Cuidando el arco propio podemos aspirar a la serie de penales, pero jamás a ganar en los 90 minutos de juego. Y en los penales, está visto, puede pasar cualquier cosa.
Bueno, con este sistema, perdimos dos finales seguidas. Porque, muchachos, más allá que les pese, en el fútbol no hay sistemas infalibles. Se puede defender mucho y perder igual. Se puede tener un gran equilibrio y perder igual. O se puede jugar partidos como el de Alemania y Chile y perder igual.
Un capítulo aparte es Messi. ¿Es el responsable de la derrota? Muchos dirán que otra vez no apareció en la dimensión que debería hacerlo en una final, que con la camiseta del Barceloa rinde más y hasta alguno llegará a decir que no canta el Himno. Y quien firma esta columna repite lo mismo: Messi no es un tenista que resuelve con su talento un partido por sí solo; juega en un equipo, y si ese equipo no está organizado para potenciar el talento del mejor jugador del mundo, pasan este tipo de cosas.
Messi brilla en el Barcelona porque el sistema del Barcelona está armado para que brille. No es al revés. Tiene socios que le permiten desplegar su luz por todo el terreno. Ahora, si Pastore corre rivales en lugar de asociarse para jugar o si Lavezzi está más para controlar las subidas del lateral adversario y Messi debe jugar solo con Agüero en ofensiva, ¿me pueden explicar cómo quieren que haga? Si cada vez que agarra la pelota, como ayer, lo rodean tres rivales o lo bajan a patadas, ¿qué se le puede pedir? El problema no fue Messi sino la idea de un equipo que otra vez lo dejó en banda.
Se habla mucho de que Tevez debió entrar por Agüero en lugar de Higuain o que Lamela debió reemplazar a Di María o por qué entró Banega por Pastore. Todo es discutible, pero la esencia sigue siendo la misma. No interesa quienes jueguen (descontamos que son aptos); sólo importa que estén contenidos por un sistema, por un engranaje, por una forma de jugar. Y ahí, modestamente, creemos que Argentina fracasó. No respetó la idea y le fue mal.
Quiero decir que mi opinión no está impregnada por la bronca de la derrota (que la tengo, no debo mentir). Porque sostendría lo mismo si Argentina hubiera ganador en los penales (aunque con menos bronca) y lo hago extensivo al evaluar la actuación de Chile. A mi juicio, el equipo de Sampaoli también renunció a todo lo bueno que había hecho en el torneo y prefirió jugar el partido de la neutralización en lugar del de la creación y de la búsqueda del arco rival. La única diferencia, no menor, es que levantó la Copa gracias a los penales.
Los dos jugaron mal, renunciando a sus virtudes y apelando a defender el arco propio. El primer tiempo fue una excepción, porque ambos trataron de atacar con diferentes armas, jugaron más liberados. Lo que pasó en la hora y cuatro siguiente (segundo tiempo y suplementario) fue un bodrio infumable.
Chile se quedó con la Copa que tanto quería. Argentina otra vez fue subcampeona, algo que para muchos sería tocar el cielo con las manos pero que para esta camada de jugadores no tiene otro sabor más que el de un nuevo fracaso. Así son las cosas. Esperemos haber aprendido la lección y que la próxima vez, si nos toca perder nuevamente, al menos lo hagamos sin bajar las banderas del buen juego y la búsqueda ofensiva. Si esto ocurriera, en mi caso, la derrota dolería mucho menos.