“No tenía otra cosa en la cabeza que ser el goleador”. Así hablaba Giovanni Simenone luego del Sudamericano de Uruguay, en el que la Selección Sub 20 logró el primer puesto. La frase, leída con cierta complacencia, expresa la obsesión de una “raza” de jugadores.
Porque los verdaderos goleadores, señala la taxonomía futbolera, tienen el arco entre ceja y ceja, viven para el gol y sólo para el gol (propio).
Simeone, juvenil en formación, alma virgen y sin segundas intenciones, repite la fórmula. Dice: sólo quería ser el goleador. Lo demás, como afirmaba San Martín, no importa nada. Más que una disposición vehemente a aportar su especialidad en aras del beneficio común, suena a egoísmo a ultranza.
Se supone que, entre los rasgos distintivos de los goleadores debe figurar el egoísmo. Un egoísmo constructivo. Pues bien, el egoísmo es siempre mezquindad y sus presuntos efectos favorables (el derrame) son pura cháchara para dignificar un demérito grave.
Creo que el equipo argentino hizo más para el trofeo individual de Simeone que el delantero por la copa de todos. No es nuevo: esta clase de futbolistas vampiriza el esfuerzo colectivo para ponerle su nombre a cada gol.
Los goleadores “de raza” como Gio renuncian a jugar para montar guardia cerca de los tres palos. No les pidan horas extras. Allí, en la zona más fotografiada, es donde ejercen su don. Que jueguen los demás.
La relación desigual se puede comprobar en la campaña del equipo. Gio se lució en los partidos en que Argentina ganó de manera holgada (5-2 a Ecuador, 6-2 a Perú, 3-0 a Uruguay). Pero en las paradas más ásperas, cuando sus virtudes eran indispensables, no apareció. Ante Brasil, un encuentro cerrado, desperdició una chance de sencilla resolución (estaba bajo el arco e increíblemente su tiro dio en el travesaño).
Otro tanto ocurrió ante Uruguay, en el último compromiso del torneo, cuando se definía la única vacante para los Juegos Olímpicos. Para empatar el juego más arduo de todos, frente a Colombia, emergió Compagnucci. Para remontar el 0-1 en el primer choque con Paraguay, tampoco acudió a la cita.
Si un futbolista permanece a la vera del área, aguardando agazapado la presa, como un cazador en la fronda, cuando el pobre venado se deja ver no puede errar el disparo. A los que se dicen goleadores habría que exigirles que la emboquen cuando el panorama se presenta adverso y el equipo pisa el área rival apenas un par de veces en los noventa minutos.
Anotar dos o tres porotos para el legajo personal cuando la tarde es un festival está al alcance de cualquiera. La importancia de un artillero la otorga el valor (y la belleza) de sus goles y no la cantidad. Si son muchos y buenos, mejor. Pero pasa rara vez. Es preferible un plantel de números repartidos, sin goleador. En principio, para evitar prerrogativas molestas.
Batistuta le metía tres a la peor versión de Grecia y a los desconcertados jamaiquinos y así se erigió en el máximo goleador en la historia de la Selección (no, no me olvido de la Copa América de 1993, pero me resulta insuficiente). Me quedo con las esporádicas iluminaciones de Caniggía, que llevaban a sus equipos a finales y a triunfos épicos. Que oxigenaba clásicos asfixiantes como ante Brasil e Italia en el Mundial del 90 o conducían a un final feliz situaciones espinosas como el partido frente a Nigeria, por la copa de 1994. Caniggia ni siquiera figura en la tabla de los veinte principales goleadores de la Selección. Para más datos: Diego figura cuarto y Kempes número 12.
Por lo demás, en un fútbol donde se exige la polivalencia (el delantero tiene que marcar a su marcador, que se convierte así en marcador marcado y ambos en una pareja más estable que el matrimonio), por qué se releva a los goleadores de insertarse en la comunidad. Por qué no se espera que participen activamente del juego. Por qué se les disculpa la deserción y hasta la torpeza con la pelota.
Un buen entrenador lo sentaría a Gio Simeone para que aprenda de Paulo Dybala, el cordobés del Palermo. También le cabe el bautismo de goleador y también le pone el empeine a los rebotes que le quedan servidos. Pero además se multiplica como armador eventual, receptor siempre solidario, buen socio en las paredes y peligroso rematador desde distancias diversas, incluidos tiros libres. Tan joven como es Giovanni, tan entusiasta como se lo escucha a micrófono abierto, está a tiempo para todo.