Fui testigo de una ovación a Paula Pareto en una pizzería de la avenida Cabildo. El televisor del local mostraba el combate de acceso a la medalla dorada. Sin duda, nadie allí registraba el menor interés por el judo, pero la consagración de una argentina era suficiente incentivo para adentrarse por unos instantes en una disciplina ignota, acaso un poco aburrida, pero que ahora garpaba por sus resultados.
Es un clásico de los Juegos Olímpicos. El público puede seguir con atención y ansiedad de fan las alternativas del tiro con sifón, si en la ronda final hay algún argentino con posibilidades de ganar al menos un bronce. Ni hablar del oro. Que lo diga Sebastián Crismanich, héroe en Londres 2012, aun cuando su arte, el taekwondo, sólo concita el interés de los iniciados.
Los deportes más conocidos y con tradiciones victoriosas como el básquet, el hockey o el tenis detonan fervores desenfrenados. Pero el argentino no discrimina, si debe celebrar el ascenso al podio. Y es capaz de emprender un cursillo acelerado de la mano de Gonzalo Bonadeo (que todo lo ve, que todo lo sabe), por el canal amigo, para internarse, por caso, en el canotaje de velocidad, si hubiera en las aguas olímpica un compatriota con chances de mojar (cuac).
Uno puede disfrutar de las gimnastas chinas con cierto regodeo artístico. Con genuino asombro ante esas maravillas plásticas (y anatómicas). Vale como permiso en las pausas, en los tiempos muertos. En cuanto un argentino salta a una pista en condiciones de dar pelea, ahí estará el hincha espasmódico (hincha de Juegos Olímpicos y Mundiales, de fútbol o de lo que pinte bien), matizando su ignorancia sobre el deporte en ejercicio con la empatía de ocasión incubada por obra y gracia de su coterráneo.
Se lo llama, en los círculos académicos, nacionalismo deportivo estacional (NDE). Y es una forma de acompañar y festejar no un deporte ni un deportista, sino el triunfo. La hazaña individual (o de equipo) que de algún modo involucra a un colectivo social mucho más vasto. Las victorias de un país propenso a la penuria siempre dan pie a la metáfora, a la interpretación didáctica de la prensa. Para el público, en cambio, dan lugar a la felicidad. Pasajera y epitelial quizá. Pero de eso se trata el deporte: de vencer al adversario: ¿Cómo disimular el gozo (o peor, reprimirlo), si se consuma un objetivo primordial del juego?
Digo esto porque los talibanes del jogo bonito (con algunos de ellos comparto, por desgracia, la redacción de Un Caño) sostienen que la alegría por el resultado roza el pecado. Que la única fuente aceptable de satisfacción debe ser la excelencia deportiva, que incluye la ambición romántica, es decir el arrojo irrestricto del atleta.
Esta gente no habla de deportes sino de formas desplazadas del altruismo. Según este curioso punto de vista (toda una ideología en la Argentina), la intensidad del espectáculo en nada se relaciona con el marcador. Ganar y perder, dicen, merece ser indistinto, siempre que el equipo –como recitan los jugadores de fútbol–, deje todo (el talento) en la cancha. Vamos, muchachos: a perderle el miedo a la derrota. No la ninguneen, como hacía la zorra con las uvas que no podía alcanzar. No es grave. Pero está ahí y un rato duele, tanto como ilusiona y cambia el humor el resplandor de un trofeo. O simplemente embolsar los porotos en disputa. Negarlo es renunciar al encanto de jugar.
Los hinchas olímpicos argentinos son oportunistas, de acuerdo. Aunque una caracterización piadosa de tal conducta, habitual en hinchas de cualquier origen, se podría presentar como solidaridad. El saludo a la buena estrella de un connacional. Un gesto que no abunda.