Dar vuelta un 0-3 en cuartos de final de Copa Libertadores no es fácil. Hacerlo como lo hizo River, consiguiendo en un tiempo el resultado que necesitaba, ahogando al rival hasta reducirlo a prácticamente nada, tocar con lujo, definir con contundencia, proyectar hasta a los centrales, no sufrir en el arco propio, es una rareza que denota mérito y personalidad.
La actuación colectiva fue perfecta, y nació desde la suma de sensaciones individuales: al parecer, en River todo el mundo -hasta la gente que llenó la cancha con expectativa- sintió al mismo tiempo que tenía algo que demostrar. Se lo tomó como algo personal y lo convirtió en algo grupal. El resultado fue inmejorable.
El primero fue Gallardo, que se tomó la cosa como un desafío. Al hombre no le alcanzó con elegir un delantero como Auzqui, que muchos discutían. Él prefirió redefinir a su equipo para un duelo trascendente. Puso a todos los volantes que tenía, para manejar la pelota con buen pie. Paró a Nacho Fernández libre atrás de la línea de medios rival -en lo que fue probablemente su mayor acierto- aunque eso significara clavar al Pity Martínez en la izquierda. Quizá con mucho más para perder que para ganar, paró a tres atrás y decidió que además dos de esos tres (Montiel y Pinola) pasaran al ataque transformándose en una suerte de falsos laterales (dicho sea de paso, sentó a los marcadores de punta, que venían en un nivel más bien flojo). El 8-0 final no lo debe haber soñado ni él.
El DT ya certificó varias veces que sabe rearmar equipos. Cuando sacrificó a Pisculichi para jugar con un doble cinco que después sobrevivió. Cuando se le fueron Teo y Rojas. Cuando volvió Rojas. Y en el 8-0 a Wilstermann, en los cuartos de la Copa.
Para el Muñeco era un hito, uno más, en su carrera. Para Nacho Scocco, en cambio, era una prueba. Los dedos lo señalaban por el par de goles que se comió en Bolivia. Respondió con tres en un ratito. Le salió todo, hasta la casualidad de un centro que terminó en gol. Hizo cinco y sirvió otro, conjugó calidad y poder de fuego, corrió a todos los defensores y se demostró -porque tenía ganas de que lo viera todo el mundo- que aunque juegue distitnto está para ser el 9 que River necesita para reemplazar al que se le fue a Alemania.
Enzo Pérez lo vivió como una oportunidad: titular en un mediocampo que solía dejarlo afuera. La rompió por despliegue, movilidad, llegada. Para Rojas fue una reivindicación: el técnico lo quería en cancha al punto de que inventó un esquema táctico especialmente para que jugara. Auzqui lo tiene que haber sentido como una redención. Montiel, como una vidriera extraordinaria y un voto de confianza a su juventud. Pinola como una consagración. Nacho Fernández como un alivio por volver a mostrar lo mejor que tiene.
River fue un animal sediento que se comió a Wilstermann. No llegó ni a estar ansioso: antes de que se le pasara el impulso inicial de mostrar los dientes, se sacó de encima el problema de anotar. Lo hizo una, dos, tres veces en veinte minutos. La primera, insólitamente, de contra. El rival también ayudo. Y eso que llovía. Pero era el día de San Nacho Scocco. Concentrado, jugando con intensidad e inteligencia, todo el equipo -y todo el estadio- vivió una fiesta.
Metió ocho porque se le ocurrió frenar en ocho (el quinto fue una delicia). Y porque no se conformó con los tres que lo metían en los penales, los cuatro que le daban la clasificación o los cinco que le otorgaban la tranquilidad de pasar incluso con un gol en contra. Siguió enfocado y apoyado en los altos rendimientos individuales, en la superioridad técnica y táctica frente a un equipo que se vio muy débil (ahora es muy fácil decir que no existe, pero la situación habría sido muy distinta si River no hubiera hecho un gol en la primera media hora).
Jugadores, entrenador e hincha encontraron en la adversidad una razón especial para sentirse motivados. River transformó una serie cuesta arriba en el mejor de los escenarios posibles. Porque en la cabeza de todos, había que convertirse en héroe.
Y vaya si lo lograron.