Fue extraño verlo a Neymar en esa montonera final, a los empujones con los jugadores de Colombia. Perseguido como el villano que no es. El crack del Barcelona no necesita esa clase de trucos. Su único misterio, que no es escaso, asoma en el campo de juego. Lo demás son (deberían ser) distracciones sin sentido, pólvora adulterada. Pero el garoto estaba enfurruñado y tenía sus razones: su equipo perdía tristemente y el gran líder juvenil no lo salvaba del naufragio. Así que se puso malo cuando terminó el partido y el árbitro Osses lo expulsó, en un ademán tardío y ridículo. (Un hombre distraído y con delay como el chileno está incapacitado para jugar de referí; es como un cirujano con Parkinson).
Decía: Neymar sabe que él es una metonimia perfecta de su selección. Él es Brasil. Asume solidariamente su superioridad sobre el resto y la transforma en una comandancia precoz (tiene sólo 23 años). Hay quienes lo ayudan, como Willian, pero él equipo viaja íntegro montado en sus hombros. Ante Perú, encabezó una victoria con un show memorable. Frente a Colombia, no alcanzó con sus irrupciones geniales. Fue derrota y frustración. Y ataque de ira. Demostración del compromiso con la camiseta amarilla y, sobre todo, con el protagonismo excluyente que le endilgaron y que él parece abrazar con amoroso orgullo.
Quienes sigan al Barcelona lo habrán visto, igual que en su selección, deslumbrar a públicos diversos con la imaginación de sus pies. Pero también lo habrán visto más contenido, apegado a la raya izquierda con obediencia profesional. Es una pieza más, de máxima eficacia, de un engranaje cuyo centro de gravedad está en el otro wing, en la casaca número diez del otro gigante.
Pero cuando juega para Brasil, Neymar se transfigura. Es un libertino que va y viene por donde quiere. Aquí, la diez la lleva él y le sienta bien. Le sienta ser el pilar, el referente, el que hace el pase, la pared, el tiro libre y el córner, y a la vez cabecea, mete los goles e improvisa jugadas donde se mezclan el malabar (el barroco playero, como me gusta decirle a ese gesto atávico brasileño para mover la pelota) y la contundencia de un arma de precisión.
Cuando se calza la camiseta del Brasil, Ney se gana un ascenso. Como si viniera de una buddy movie en Cataluña y le ofrecieran por fin el estrellato en solitario. Esa centralidad lo hace feliz. De otro modo no desbordaría vigor, no ensayaría en cada acción, por insignificante que sea, una solución virtuosa, de belleza extrema. Una enajenación creativa se apodera de Neymar.
Mientras otros futbolistas toman sus compromisos con el equipo nacional como una obligación laboral, él los encara como unas vacaciones. La recuperación de su libertad para jugar como se le canta. La responsabilidad absoluta sobre la suerte de Brasil es una derivación, a veces incómoda, de la aventura. No hay que olvidar que, a pesar de que no estuvo en Waterloo (la batalla del Mineirão), Neymar conduce un equipo que arrastra la resaca del fracaso mundialista. Que lleva el 1-7 marcado a fuego en la memoria. Combatir ese fantasma espeso que aún no se disipa también es parte de su tarea.
Quizá por eso, porque su selección lo estimula y lo desafía como a nadie, Neymar es el mejor de esta Copa América de cracks. Incluso si una suspensión le cuesta no jugar ni un minuto más.