Desoyendo sus propias recomendaciones en una publicidad, Leo Messi, lejos de afeitarse al ras y lucir cachetes suaves y perfumados como culo de bebé, optó por una barba de varios días para presentarse en los tribunales que lo juzgan por presunta evasión fiscal. Alguien podría interpretarlo como un paso en falso: la pulcritud sugiere conductas más rectas que el desaliño. Sobre todo ante señoras y señores de ideas conservadoras como los jueces. Pero quizá no sea villanía lo que detectan los magistrados y el público en el nuevo aspecto de Leo, sino un guiño a la moda. Como los tatuajes, como otros hábitos que cunden entre los futbolistas con el rigor de las leyes y les ahorran el engorro de elegir.

Más novedoso y también más impactante resultó ver a Messi en el banquillo, en posición de debilidad, acosado por las preguntas monótonas, imperativas, de una jueza. Acostumbrados a 1464858520-b9627315fcadcf3d7f2397be9b6b2433la idolatría como única moneda de cambio con personajes de esta talla, hasta sonaba a impertinencia. Como si hubiera hecho falta que alguien le soplara en el oído: “Ojo que es Messi”.

Pero no. En la sesión (quizá una ficción circunstancial), el mejor futbolista del mundo, el más famoso y millonario, comparecía como cualquier hijo de vecino, sin trato preferencial ni preguntas edulcoradas. No había formalidad en la jueza sino estocadas al hueso. Ganas de deschavar un fraude común y corriente, para el que se ha pedido pena de prisión y todo.

La estrategia de defensa nos devolvió a la realidad. Es decir, a ese estado de cosas más familiar donde las estrellas, además del fervor de sus adoradores y los beneficios de la opulencia, necesitan vivir en una burbuja impoluta. Un recoleto oasis amurallado donde sólo existe su arte. Legitiman de este modo una conducta indiferente y fugitiva, tratando de hacernos creer, en el caso de los jugadores, que pensar sólo en el fútbol es un notable plan en pos de la performance perfecta. Como si tal cosa fuera posible. Pero casi todos fingen que es posible y que es bueno. Que, entre sus muchos talentos, los genios como Messi son capaces de reducir el mundo a una representación remota, una abstracción a la que nunca se rebajan para no deteriorar sus dones, su concentración absoluta. El mundo es, para ellos, el lugar de los delegados, los emisarios, los mandaderos.

“Yo firmo sin mirar”, “Confiaba en mi papá y los abogados”. “Sólo me dedico a jugar al fútbol”. Con frases de este tenor, obedeciendo el libreto de sus defensores, Leo deslindó cualquier responsabilidad en la maniobra que se investiga. Dijo no recordar contratos en los que figura su firma ni conocer la conformación de una empresa que lo tiene como titular. Siempre lacónico, apenas audible, como cuando responde ante los micrófonos a la salida del vestuario. Su ex asesor fiscal, Ángel Juárez Gómez, también aclaró que a Leo nunca se le explicó nada acerca del movimiento del dinero que él mismo genera.

La estrategia del autismo podría sonar a tomadura de pelo con otro personaje. Sin embargo, sostener que Messi no sabe qué es un impuesto, una vacuna o un colectivo resulta verosímil. No porque sea tonto, sino porque la ignorancia aquí redunda en beneficios deportivos. Se trata de un bien a preservar. Evita la dispersión y el debilitamiento.

Señores jueces: los futbolistas profesionales no saben nada de nada. Especialmente en situaciones así de incómodas.