Luego de la memorable goleada de San Lorenzo a Boca por la Supercopa –una final, nada menos–, el entrenador de los vencedores, Pablo Guede, descargó una tonelada de hielo sobre la creciente euforia del público. “Hicimos un partido correcto”, señaló. ¡¿What?!

Si bien su trayectoria como DT es un relato desconocido (se hablaba maravillas, eso sí, de su Nueva Chicago), Guede fue forjando un aura de entrenador rigoroso y ofensivo. En la escuela de Bielsa, para que se entienda. Porque después del gran Marcelo, los técnicos ambiciosos ya no son románticos afectos a la cháchara y la trasnoche, sino laburantes como el que más. Quiero decir, como el más estricto de los llamados resultadistas. En lugar de mentar el potrero y la libre inspiración de los futbolistas, el ofensivismo científico enarbola el pizarrón, el DVD, las horas de laboratorio y repetición táctica. No porque jueguen al ataque son otarios, diría Ergueta, el personaje de Arlt.

Ahora bien, declarar correcto un partido histórico no denota rigor ni prudencia en la evaluación de la propia tarea. Yo diría que, a la inversa, demuestra una arrogancia descomunal, por no hablar de un talento inusitado para aguar fiestas (con lo que escasean las fiestas).

Ya sé lo que dirán los abogados del fútbol espartano: Guede se atajó del triunfalismo, no quiso exagerar el valor de una victoria circunstancial cuando al equipo, como todo el mundo observa, le falta trabajo. Qué leo yo: “Fue una actuación normalita. Si llegamos a jugar bien, le hacemos diez al Barcelona. Así que vayan sabiéndolo. San Lorenzo, en un nivel apenas pasable, es arrasador”. Me imagino la vereda de los derrotados. Después de comerse una goleada, se desayunan con que el equipo que los vapuleó jugó a la mitad de sus posibilidades.

Un poco de modestia, Guede.

Minimizar la performance del equipo es no entender cómo funciona el caldo misterioso del fútbol. El público espera que la línea de tres fluya como una coreografía de Pina Bausch y que el pablo_guedeocho releve al cuatro en forma oportuna y sistemática; pero mucho más placer que esa eficiencia le da una orgía de goles (golazos, además). Si San Lorenzo no alcanzó el techo utópico con el que sueña el perfeccionista Guede, el asunto merece como máximo un pie de página. No es el tema principal. No da para ponerse ceñudo frente a los periodistas.

Hace muchos años, mientras la Argentina deliraba por el campeonato del mundo obtenido minutos antes por Diego y sus compañeros en el tórrido estadio Azteca, Bilardo se amargaba porque, también minutos antes, Alemania le había cabeceado dos veces en el área chica.

Ya sabemos que Bilardo, más que un obsesivo, era un tipo que no reconocía escalas (perder y morir eran acciones equivalentes en su conciencia; un ínfimo movimiento del carrilero contenía la clave de una victoria). Y, por sobre todas las cosas, sabemos que no le gustaba mucho el fútbol.

De todos modos, la anécdota puede servirle a Guede como contraejemplo.