Al diario La Nación le desagrada la vuelta de San Lorenzo a Boedo. Lo dejó bien claro en una nota editorial publicada el domingo 8 de enero, titulada “La insistencia en el disparate”, en la que, sin firma, la “tribuna de doctrina” asegura que es un despropósito la recuperación del predio que alguna vez perteneció al club.
Citamos: “Miles de vecinos del barrio de Boedo no ocultan su justificado fastidio con el regreso del llamado Viejo Gasómetro, vendido en 1980, y expresan fundado temor ante la posibilidad de que el desorden y la intranquilidad se adueñen de la zona”.
El asunto generó una acalorada discusión en la mesa de UN CAÑO, por lo tanto el autor de este artículo aclara que no representa la visión general del medio, sino una postura individual. De hecho, siempre es así en esta revista, en la que una nota de opinión aparece debidamente identificada y rubricada por quien escribe su punto de vista.
El descontento de La Nación parece apoyarse en dos o tres pilares fundamentales, y al mismo tiempo se olvida de algunas otras cuestiones que le resultan menores. Una de ellas es la identidad y la admirable persistencia en la lucha de un grupo de ciudadanos identificados por historia y comunidad con una zona de la ciudad. Otra es la presencia de la dictadura militar en la negociación para la venta del terreno del estadio original, que fue -por lo menos- condicionante.
Se hace hincapié, en cambio, en el dinero que se gastará (“Cabe preguntarse, una vez más, cuál sería el sentido de recuperar aquellas dos hectáreas de la vieja cancha con una inversión muchas veces millonaria para montar un segundo estadio”) como si los billetes invertidos partieran de las arcas públicas, y no de un colectivo social integrado por privados dispuestos a financiar el proyecto. Ése fue el caso realmente en San Lorenzo, donde los socios pusieron plata de su bolsillo para financiar lo que parecía una utopía. ¿No se podría preguntar lo mismo, entonces, de cualquier desarrollo inmobiliario, de cualquier tipo en cualquier barrio? ¿Cuál es el impacto ambiental –por dar un ejemplo- de una torre de 30 pisos o de un shopping center, o de un complejo de cines en una zona poblada y sin espacio adicional para estacionamiento? La Nación no se hace esa pregunta.
En el artículo también se remarca, por ejemplo, que “los trastornos que ocasiona el desplazamiento masivo de personas a un estadio se suman a las graves molestias, incluidas peligrosas vibraciones, que la potencia de los equipos de audio utilizados en recitales suelen ocasionar”, sin tener en cuenta que ese mismo concepto podría aplicarse al estadio actual de San Lorenzo donde no se hacen recitales. Al mismo tiempo se ignora que en la cancha de River –en un barrio que pese a contar con un mega estadio es uno de los más cotizados del país- los eventos musicales son prácticamente inexistentes desde hace un par de años, justamente por el impacto ambiental que generaban.
Otro punto que fastidia a La Nación parece ser el hecho de que el nuevo estadio se construya en un área “densamente poblada de la ciudad”, como si el Bajo Flores fuera un Desierto, con mayúsculas, similar a aquel de la Campaña de Julio Argentino Roca. La traducción al criollo podría ser que el barrio humilde que rodea al Nuevo Gasómetro no cuenta, porque hay villas y pobres. Un barrio de clase media merece otro tratamiento. Un canallada, bah.
El artículo también habla de “los tristemente célebres ‘trapitos’ que ‘ordenan’ gravosamente el estacionamiento a su antojo y sin control, ubicando automóviles por doquier”, como si esto fuera patrimonio exclusivo de los estadios. No hace falta aclarar que eso es falso. Lo sabe cualquiera que viva en la ciudad o haya intentado estacionar cerca de un hospital o de un bar en Palermo un sábado por la noche.
Es difícil comprender el encono de un diario que suele ser institucionalista con un proceso que se fue dando de manera ordenada e institucional. Hubo acuerdo entre los socios (muchos de ellos vecinos de Boedo, esos que están tan preocupados según el propio artículo), los dirigentes que los representan hicieron las gestiones correspondientes ante el ente privado dueño del terreno y ante el Gobierno de la Ciudad (representante electo de los vecinos que están tan preocupados según el propio artículo) y se llegó a un acuerdo con la empresa que actualmente ocupa ese espacio, y que le dio su aprobación al club para re-comprar el predio. No hubo expropiación, de esas que tanto molestan ideológicamente a La Nación, ni arrebatos, ni tomas de terreno. Tudo bom, tudo legal.
Evidentemente, es un medio institucionalista según el caso. Y éste no sería el caso.
El argumento de que “pasó mucho tiempo” también es un poco vil. Piensen en las Islas Malvinas. ¿Cuántos años pasaron? ¿Cuántos tienen que pasar para que el reclamo argentino cese?
Cuarenta años no es tanto cuando se habla de una identidad primigenia. Se puede generar una nueva a partir del nomadismo, pero no sería real. ¿Por qué otro caso, si no, el pueblo argentino sigue buscando hijos y nietos de desaparecidos? ¿No podían ellos recrear una identidad a partir de la vida que tuvieron sin conocer el origen real de sus padres o abuelos?
Lamentamos que los hinchas de San Lorenzo, después de tanto sacrificio para recuperar parte de su Patria, se topen con esta postura. Evidencia una ceguera notable hacia la historia y hacia la pertenencia. Si la vía diplomática nos llevara a recuperar las Malvinas, ¿La Nación escribiría acerca del disparate que implica sumir a los kelpers en una economía con inflación?