“Este no es mi Juan, que me lo han cambiao”, decía mi abuelita de Logroño replicando un clásico literario. Lo diría de nuevo, si viviera, al ver a este equipo de Sabella, maravillosamente camaleónico. Flexible, plástico, capaz de travestirse en lo que dura un Mundial para trepar a lo más alto. Para que la gente en las calles recupere el éxtasis de jugar una final.
Antes de llegar a Brasil, el prospecto de nuestra Selección describía con toda claridad: equipo de gran poder ofensivo, basado en sus delanteros rápidos y regido por Leo Messi, el supremo, portador de todas las habilidades. Y agregaba en letra chica: en la defensa, es medio flan.
Con estos antecedentes nos preparamos para asistir a encarnizados 3-3, apoteósicos 4-2… En fin, dosis violentas de fútbol, de la mano de nuestras saetas, con el riesgo que eso implica. Aquello de la manta corta.
Pero qué sucedió. Luego de un gran partido ante Nigeria, quizá el apogeo de esta conducta de toma y daca, tan loable para algunos como temeraria para otros, se produjo la metamorfosis.
Ante Suiza, último arrebato de la vieja escuela, chocamos contra la pared. Acaso vimos –vio Sabella– que no alcanzaba con las estrellas y nuestra obsesión por llegar al arco de enfrente tan pronto como se detectaba un metro cuadrado de pasto libre.
Entonces, en una psicoterapia exprés, el DT cambió la personalidad del equipo. Y en lugar del romanticismo liderado por los cuatro fantásticos, enarbolamos la solidez defensiva como rasgo distintivo.
De pronto, aquella línea de cuatro (o de cinco) vilipendiada se convirtió en un baluarte. Y el centro neurálgico del equipo se desplazó de la zurda de Leo a los testículos de Mascherano. De no creer.
Y no me digan que fue el ingreso de Demichelis, porque a Demichelis le teníamos la misma poca fe que a Rojo, a Zabaleta y a Chiquito Romero, hoy pilares de un equipo que, aplicando la táctica del espejo, aprendió a jugar como los rivales.
Y de las carreras descontroladas de Di María, pasamos al partido de ajedrez ante Holanda. Un juego cerebral, parco de movimientos. Pasamos a estar al acecho. A inhibir las cualidades ajenas y luego ver cómo metemos un gol.
Más allá de pareceres personales, la transformación nos llevó a la final. No diría que es estricta consecuencia de la mutación promovida por Sabella, un hombre más afín a lo que se da en llamar “equilibrio”, sino del corazón entregado por cada uno de los jugadores. Si no hay bellas artes, que haya épica. Y épica sobró, arrancó llantos de todas las edades.
Sin embargo, uno y otro equipo se asemejan en las prolongadas jornadas de estrés a las que nos someten. Antes, nos invadía el pánico a los contraataques. Ahora, la quietud exasperante, el estudio constante del rival y sus circunstancias, nos mete de lleno en una tortuosa película de suspenso.
El domingo veremos la final con las mismas esperanzas de siempre y el mismo Lexotanil.