En el fútbol argentino, hay una relación paradojal entre la importancia de los partidos y la calidad que se observa. Se supone que, conforme avanzan las etapas de un torneo, la creciente exigencia funciona como un filtro que deja en pie a los mejores. Sin embargo, cuando los mejores tienen que dirimir una instancia decisiva, juegan peor que novatos. No sólo se les frunce la ambición y prefieren evitar todo riesgo; las virtudes técnicas también desaparecen porque, se sabe, esas menudencias son para los partidos irrelevantes.
Venimos de un Superclásico inflado hasta el cansancio. Se trataba (se trata) de la semifinal de un torneo internacional. Se batió el parche y se expandió la expectativa como si se anunciara al Mesías. Y los jugadores se despacharon con un partido vomitivo. Un fraude que los periodistas esconden bajo pretextos tácticos, las benditas presiones y análisis milagrosos de la nada.
Como si el bodrio en la Bombonera no alcanzara, el desenlace del campeonato local entre Racing y River nos ofreció la peor versión de dos buenos equipos que en algún momento estuvieron dispuestos a emplear sus destrezas como argumento principal. Ganó Racing de carambola y haciendo fiaca, pero a nadie le molesta. Nos acostumbramos a rumiar estupideces como que los clásicos o las finales no se juegan sino que se ganan. Por lo tanto, si lo tomamos literalmente (con seriedad), habría que evitar el fútbol. Habría que inaugurar una instancia donde los duelos hipotéticamente más atrayentes disuelvan todas sus posibilidades deportivas y estéticas en un simple acto administrativo –o una breve contienda donde no intervenga ningún tipo de mérito sino el azar o la fuerza bruta– que determine un ganador.
Nadie pide el barroquismo acrobático de un Ronaldinho ni un diluvio de goles. Sencillamente que jueguen, que se esfuercen, que la acción, aunque no tenga brillo, denote el nervio de una final. Pero en el Superclásico no hubo la menor intensidad. Sólo torpeza confundida con velocidad, prepotencia tomada por enjundia, patadas criminales, falsas peleas y otros simulacros, además de un larguísimo debate entre los jugadores y el árbitro, al punto que la cancha parecía el ágora. Puro teatro aburridísimo. Peor que las trifulcas en los paneles de la tevé.
Cuando se vienen los partidos calientes, al amparo de la fraseología vulgar que los periodistas han consolidado, los futbolistas tienden a jugar peor. Así demuestran que actúan en línea con la magnitud del compromiso. Si algún desubicado se destapara con una secuencia de habilidades, todos pensarían que se toma el partido a la ligera. Según esta aún tácita, hipócrita y demencial teoría, la final perfecta es aquella en la que no pasa nada. Aquella en la que prevalecen la inhibición y el miedo. Como asegura Niembro: el partido ideal es el que termina cero a cero.
A modo de complemento de esta línea de pensamiento, se escucha que el nivel del fútbol argentino ha mejorado porque no hay descensos a la vista. Lo dicho: sin nada que perder (o que ganar), fluyen los talentos y el juego recupera su gracia.
Hemos arribado a una encrucijada. Por no decir a un escándalo lógico. La competitividad en aumento, los premios gordos, las vueltas olímpicas, las copas y la fama del campeón sólo conspiran contra la calidad del juego. Cuanta mayor excelencia se demanda, más mediocridad se ofrece. Cuanto más jugosa es la recompensa, menos se hace por ella.