Recuerdo que, en 2013, Messi tuvo un año aciago por las lesiones. El bendito bíceps femoral, cuya ubicación y funciones soy incapaz de señalar, le resultaba al público futbolero un detalle anatómico familiar. El peor momento fue en un partido con el Betis, cuando Leo terminó de romperse y los médicos le prescribieron dos largos meses de recuperación.
Fiel a su austeridad expresiva, aun dolido y rengo, Messi abandonó la cancha con absoluta discreción (lo reemplazó Iniesta), luego de un intercambio de gestos (no de palabras) con el banco que comandaba el Tata Martino. Algunos escribas españoles –barcelonistas confesos– incluso pronosticaron una consecuencia benéfica: que el gran estandarte del equipo por fin descansaría. Que resetearía la máquina exhausta y propensa a los males reincidentes para retomar la gloria a la vuelta de la esquina.
Lo cierto es que Messi, aquella vez, hizo mutis por el foro, igual que un actor aplicado. Como si, además de la ruptura muscular, lo aquejara el pudor de mostrarse vulnerable. En esta ocasión, ante Las Palmas, la escena fue tan descarnada como novedosa. Y, por lo mismo, profundamente perturbadora. Para el público, que guardó silencio mientras Messi permanecía en el suelo y aplaudió a rabiar cuando por fin se levantó, como si fuera Lázaro y no Leo. Para sus compañeros, que lo rodearon azorados y piadosos. Y para los propios rivales.
No había registro de un Messi yacente. Con el rostro crispado del que sufre. Nunca fue de los habilidosos que sacan provecho espurio de su nombre rimbombante. Nunca fingió infracciones inexistentes ni exageró las reales. Ha preferido jugar, que la pelota siga rodando y que los adversarios sigan formando fila para esperarlo. Como si toda contingencia ajena al vértigo de su carrera sinuosa, ilegible, lo fastidiara.
Así que esta postura de hombre vencido, indefenso, es un mazazo que confirma lo que deberíamos haber sabido: Messi puede caer. Puede no encarnar la proeza permanente, los títulos a repetición, las jugadas imposibles, la impavidez ante la derrota. De hecho, su desgraciado choque con el marcador de Las Palmas fue al cabo de una de esas entradas devastadoras y rutinarias. Las puñaladas diagonales de derecha a izquierda con las que Leo disloca defensas. En lugar de concluir en gol, uno de tantos, o en un pase magistral y en la foto del abrazo colectivo, acabó con Messi partido de dolor, con una cara que nadie le vio jamás.
Ahora el Barcelona deberá sobreponerse a su prolongada ausencia. Ha pasado otras veces. Sobran jugadores, dispositivos, memoria emotiva. De manera que no será un problema insoluble. Otro tanto ocurrirá con la Selección, que también ha demostrado, en alguna gira de placer por Europa, que se las rebusca bien sin su número diez. Más difícil tal vez será archivar el semblante abatido del goleador, la certeza de su fragilidad.